EL CONDENADO POR DESCONFIADO

Tirso de Molina
(Gabriel Téllez)

Texto basado en el encontrado en la SEGUNDA PARTE DE LAS COMEDIAS DEL MAESTRO TIRSO DE MOLINA (Madrid, 1635) y editado por Vern G. Williamsen para un curso dictado en 1984 con el apoyo de varios impresos tempranos y modernos. Luego fue revisado y puesto en forma electrónica en el año 1987.


Personas que hablan en ella:

ACTO PRIMERO


Sale PAULO de ermitaño
PAULO: ¡Dichoso albergue mío! ¡Soledad apacible y deleitosa, que al calor y al frío me dais posada en esta selva umbrosa, donde el huésped se llama o verde yerba o pálida retama! Agora, cuando el alba cubre las esmeraldas de cristales, haciendo al sol la salva, que de su coche sale por jarales, con manos de luz pura quitando sombras de la noche oscura, salgo de aquesta cueva que en pirámides altos de estas peñas naturaleza eleva, y a las errantes nubes hace señas para que noche y día, ya que no hay otra, le hagan compañia. Salgo a ver este cielo, alfombra azul de aquellos pies hermosos. ¿Quién, ¡oh celestes cielos!, aquesos tafetanes luminosos rasgar pudiera un poco para ver...? ¡ay, de mí! Vuélvome loco. Mas ya que es imposible, y sé cierto, Señor, que me estáis viendo desde ese inaccesible trono de luz hermoso, a quien sirviendo están ángeles bellos, más que la luz del sol hermosos ellos, mil glorias quiero daros por las mercedes que me estáis haciendo, sin saber obligaros. ¿Cuándo yo merecí que del estruendo me sacarais del mundo, que es umbral de las puertas del profundo? ¿Cuándo, Señor divino, podrá mi indignidad agradeceros el volverme al camino, que si yo lo conozco, es fuerza el veros, y tras esta victoria, darme en aquestas selvas tanta gloria? Aquí los pajarillos, amorosas canciones repitiendo, por juncos y tomillos, de vos me acuerdan, y yo estoy diciendo: si esta gloria da el suelo, ¿qué gloria será aquélla que da el cielo? Aquí estos arroyuelos, girones de cristal en campo verde, me quitan mis desvelos y son causa a que de vos me acuerde, tal es el gran contento que infunde al alma su sonoro acento. Aquí silvestres flores el fugitivo tiempo aromatizan, y de varios colores aquesta vega humilde fertilizan. Su belleza me asombra: calle el tapete y berberisca alfombra. Pues con estos regalos, con aquestos contentos y alegrías, ¡bendito seas mil veces, inmenso Dios que tanto bien me ofreces! Aquí pienso seguirte ya que el mundo dejé para bien mío. Aquí pienso servirte, sin que jamás humano desvarío, por más que abre la puerta el mundo a sus engaños, me divierta. Quiero, Señor divino, pediros de rodillas humilmente que en aqueste camino siempre me conservéis piadosamente. Ved que el hombre se hizo de barro, y de barro quebradizo.
Sale PEDRISCO con un haz de hierba. Pónese PAULO de rodillas y elévase
PEDRISCO: Como si fuera borrico vengo de yerba cargado, de quien el monte está rico. Si esto como, desdichado, triste fin me pronostico. ¡Que he de comer hierba yo, manjar que el cielo crió para brutos animales! Déme el cielo en tantos males paciencia. Cuando me echó mi madre al mundo,decía" "Mis ojos santo te vean, Pedriso del alma mía." Si esto las madres desean, una suegra y una tía ¿qué desearán? Que aunque el ser santo un hombre es gran ventura, es desdicha el no comer. Perdonad esta locura y este loco proceder, mi Dios, y, pues conocida ya mi condición tenéis, no os enojéis porque os pida que la hambre me quitéis, o no sea santo en mi vida. Y si puede ser, Señor, pues que vuestro inmenso amor todo lo imposible coma, que sea santo y que coma, mi Dios, mejor que mejor. De mi tierra me sacó Paulo, diez años habrá, y a aqueste monte apartó; él en una cueva está, y en otra cueva estoy yo. Aquí penitencia hacemos, y sólo yerbas comemos, y a veces nos acordamos de lo mucho que dejamos por lo poco que tenemos. Aquí el sonoro raudal de un despeñado cristal, digo a estos olmos sombríos; "¿Dónde estáis, jamones míos, que no os doléis de mi mal? Cuando yo solía cursar la ciudad y no las peñas --¡memorias me hacen llorar!-- de las hambres más pequeñas gran pesar solíais tomar. Erais jamones leales, bien os puedo así llamar, pues merecéis nombres tales, aunque ya de las mortales no tengáis ningún pesar." Mas ya está todo perdido; yerbas comeré afligido, aunque llegue a presumir que algún mayo he de parir, por las flores que me comido. Mas Paulo sale de la cueva oscura; entrar quiero en la mía tenebrosa y comerlas allí.
Vase y sale PAULO
PAULO: ¡Qué desventura! Y, ¡qué desgracia cierta, lastimosa! El sueño me venció, viva figura --por lo menos imagen temorosa-- de la muerte crüel; y al fin rendido, la devota oración puse en olvido. Siguióse luego al sueño otro, de suerte, sin duda, que a mi Dios tengo enojado, si no es que acaso el enemigo fuerte haya aquesta ilusión representado. Siguióse al final, ¡ay Dios!, el ver la muerte. ¡Qué espantosa figura! ¡Ay, desdichado! Si el verla en sueños causa tal quimera, el que vivo la ve, ¿qué es lo que espera? Tiróme el golpe con el brazo diestro, no cortó la guadaña. El arco toma; la flecha en el derecho, y el siniestro el arco mismo que altiveces doma; tiróme al corazón. Yo que me muestro al golpe herido, porque al cuerpo coma la madre tierra, como a su despojo, desencarcelo el alma, el cuerpo arrojo. Salió el alma en un vuelo, en un instante vi de Dios la presencia. ¡Quién pudiera no verle entonces! ¡Qué crüel semblante! ¡resplandeciente espada y justiciera en la derecha mano! Y arrogante --como ya por derecho suyo era-- el fiscal de las almas miré a un lado que aun en ser victorioso estaba airado. Leyó mis culpas, y mi guarda santa leyó mis buenas obras, y el Justicia Mayor del cielo, que es aquél que espanta de la infernal morada la malicia, las puso en dos balanzas; mas levanta el peso de mi culpa y mi justicia mis obras buenas tanto, que el Juez Santo me condena a los reinos del espanto. Con aquella fatiga y aquel miedo desperté, aunque temblando, y no vi nada si no es mi culpa, y tan confuso quedo, que si no es a mi suerte desdichada, o traza del contrario, ardid o enredo, que vibra contra mí su ardiente espada, no sé a qué lo atribuya. Vos, Dios santo, me declarad la causa de este espanto. ¿Heme de condenar, mi Dios divino, como este sueño dice, o he de verme en el sagrado alcázar cristalino? Aqueste bien, Señor, habéis de hacerme: ¿Qué fin he de tener? Pues un camino sigo tan bueno, no queráis tenerme en esta confusión, Señor eterno. ¿He de ir a vuestro cielo o al infierno? Treinta años de edad tengo, Señor mío, y los diez he gastado en el desierto, y si viviera un siglo, sin siglo fío que lo mismo ha de ser; esto os advierto. Si esto cumplo, Señor, con fuerza y brío, ¿qué fin he de tener? --Lágrimas vierto.-- Respondedme, Señor, Señor eterno. ¿He de ir a vuestro cielo o al infierno?
Aparece el DEMONIO el lo alto
DEMONIO: Diez años ha que persigo a este monje en el desierto, recordándole memorias y pasados pensamientos; y siempre le he hallado firme como un gran peñasco opuesto. Hoy duda en su fe, que es duda de la fe lo que hoy ha hecho, porque es la fe en el cristiano que sirviendo a Dios y haciendo buenas obras, ha de ir a gozar de él en muriendo. Éste, aunque ha sido tan santo, duda de la fe, pues vemos que quiere del mismo Dios, estando en duda, saberlo. En la soberbia también ha pecado, caso es cierto. Nadie como yo lo sabe, pues por soberbio padezco. Y con la desconfïanza le ha ofendido, pues es cierto que desconfía de Dios el que a su fe no da crédito. Un sueño la causa ha sido; y el anteponer un sueño a la fe de Dios, ¿quién duda que es pecado manifiesto? Y así me ha dado licencia el juez más supremo y recto para que con más engaños le incite agora de nuevo. Sepa resistir valiente los combates que le ofrezco, pues supo desconfïar y ser como yo soberbio. Su mal ha de restaurar de la pregunta que ha hecho a Dios, pues a su pregunta mi nuevo engaño prevengo. De ángel tomaré la forma, y responderé a su intento cosas que le han de costar su condenación, si puedo.
Quítase el DEMONIO la túnica y queda de ángel
PAULO: Dios mío, aquesto suplico: ¿Salvaréme, Dios inmenso? ¿Iré a gozar vuestra gloria? Que me respondáis espero. DEMONIO: Dios, Paulo, te ha escuchado y tus lágrimas ha visto. PAULO: (¡Qué mal el temor resisto! Aparte Ciego en mirarlo he quedado.) DEMONIO: Me ha mandado que te saque de esa ciego confusión, porque esa vana ilusión de tu contrario se aplaque. Ve a Nápoles, y a la puerta que llaman allá del Mar, que es por donde tú has de entrar a ver tu ventura cierta o tu desdicha verás cerca de allá--estáme atento-- un hombre... PAULO: ¡Qué gran contento con tus razones me das! DEMONIO: ...que Enrico tiene por nombre, hijo del noble Anareto; conocerásle, en efeto, por señas, que es gentil hombre, alto de cuerpo y gallardo. No quiero decirte más, porque apenas llegarás cuando le veas. PAULO: Aguardo lo que le he de preguntar cuando yo le llegue a ver. DEMONIO: Sólo una cosa has de hacer. PAULO: ¿Qué he de hacer? DEMONIO: Verle y callar, contemplando su acciones, sus obras y sus palabras. PAULO: En mi pecho ciego labras quimeras y confusiones. ¿Sólo eso tengo de hacer? DEMONIO: Dios que en él repares quiere, porque el fin que aquél tuviere, ese fin has de tener.
Desaparece
PAULO: ¡Oh misterio soberano! ¿Quién este Enrico será? Por verle me muero ya. ¡Qué contento estoy, qué ufano! Algún divino varón debe de ser. ¿Quién lo duda?
Sale PEDRISCO
PEDRISCO: Siempre la fortuna ayuda al más flaco corazón. Lindamente he manducado. Satisfecho quedo ya. PAULO: Pedrisco. PEDRISCO: A esos pies está mi boca. PAULO: A tiempo ha llegado. Los dos habemos de hacer una jornada al momento. PEDRISCO: Brinco y salto de contento. Mas, ¿dónde, Paulo, ha de ser? PAULO: A Nápoles. PEDRISCO: ¿Qué me dices? Y ¿a qué, padre? PAULO: En el camino sabrá un paso peregrino. --¡Plegue a Dios que sea felice!-- PEDRISCO: ¿Si seremos conocidos de los amigos de allá? PAULO: Nadie nos conocerá, que vamos desconocidos en el traje y en la edad. PEDRISCO: Diez años ha que faltamos; seguros pienso que vamos; que es tal la seguridad de este tiempo que en una hora se desconoce el amigo. PAULO: Vamos. PEDRISCO: Vaya Dios conmigo. PAULO: De contento el alma llora. A obedeceros me aplico, mi Dios; nada me desmaya, pues vos me mandáis que vaya a ver al dichoso Enrico. ¡Gran santo debe de ser! Lleno de contento estoy. PEDRISCO: Y yo, pues contigo voy (No puedo dejar de ver, Aparte pues que mi bien es tan cierto, con tan alta maravilla, el bodegón de Juanilla y la taberna del tuerto.)
Vanse y sale el DEMONIO
DEMONIO: Bien mi engaño va trazado: hoy verá el desconfïado de Dios y de su poder el fin que viene a tener, pues él propio lo ha buscado.
Vase y salen OCTAVIO y LISANDRO
LISANDRO: La fama de esta mujer sólo a verla me ha traído. OCTAVIO: ¿De qué es la fama? LISANDRO: La fama que de ella, Octavio, he tenido, es de que es la más discreta mujer que en aqueste siglo ha visto el napolitano reino. OCTAVIO: Verdad os han dicho. Pero aquesa discreción es el cebo de sus vicios; con ésa engaña a los necios, con ésa estafa a los lindos; con una octava o soneto que con picaresco estilo suele hacer de cuando en cuando, trae a mil hombres perdidos, y por parecer discretos alaban el artificio, el lenguaje y los concetos. LISANDRO: Notables cosas me han dicho de esta mujer. OCTAVIO: Está bien. ¿No os dijo el que aqueso os dijo, que es de esta mujer la casa un depósito de vivos, y que nunca está cerrada al napolitano rico ni al alemán, ni al inglés, ni al húngaro, armenio o indio, ni aun al español tampoco, con ser tan aborrecido en Nápoles. LISANDRO: ¿Eso pasa? OCTAVIO: La verdad es lo que digo, como es verdad que venís de ella enamorado. LISANDRO: Afirmo que me enamoró su fama. OCTAVIO: Pues más hay. LISANDRO: Sois fiel amigo. OCTAVIO: Que tiene cierto mancebo por galán, que no ha nacido hombre tan mal inclinado en Nápoles. LISANDRO: Será Enrico, hijo de Anareto el viejo, que pienso que ha cuatro o cinco años que está en una cama el pobre viejo tullido. OCTAVIO: El mismo. LISANDRO: Noticia tengo de ese mancebo. OCTAVIO: Os afirmo, Lisandro, que es el peor hombre que en Nápoles ha nacido. Aquesta mujer le da cuanto puede, y cuando el vicio de juego suele apretalle, se viene a su casa él mismo y le quita a bofetadas las cadenas, los anillos. LISANDRO: ¡Pobre mujer! OCTAVIO: También ella suele hacer sus ciertos tiros, quitando la hacienda a muchos que son en su amor novicios, con esta falsa poesía. LISANDRO: Pues ya que estoy advertido de amigo tan buen maestro, allí veréis si yo os sirvo. OCTAVIO: Yo entraré con vos también; mas ojos al dinero, amigo. LISANDRO: Con invención entraremos. OCTAVIO: Diréisle que habéis sabido que hace versos elegantes y que a precio de un anillo unos versos os escriba a una dama. LISANDRO: ¡Buen arbitrio! OCTAVIO: Y yo, pues entro con vos, le diré también lo mismo. Ésta es la casa. LISANDRO: Y aun pienso que está en el patio. OCTAVIO: Si Enrico nos coge dentro, por Dios, que recelo algún peligro. LISANDRO: ¿No es un hombre solo? OCTAVIO: Sí. LISANDRO: Ni le temo, ni le estimo.
Salen CELIA leyendo un papel y LIDORA con recado de escribir
CELIA: Bien escrito está el papel. LIDORA: Es discreto Severino. CELIA: Pues no se le echa de ver notablemente. LIDORA: [¿No has dicho que escribe bien? CELIA: Sí, por cierto.] La letra es buena; [esto digo.] LIDORA: Ya entiendo. [La mano y pluma son de maestro de niños.] CELIA: Las razones de ignorante. OCTAVIO: Llega, Lisandro atrevido. LISANDRO: Hermosa es, por vida mía. Muy pocas veces se ha visto belleza y entendimiento tanto en un sujeto mismo. LIDORA: Dos caballeros, si ya se juzgan por el vestido, han entrado. CELIA: ¿Qué querrán? LIDORA: Lo ordinario. OCTAVIO: Ya te ha visto. CELIA: ¿Qué mandan vuesas mercedes? LISANDRO: Hemos llegado atrevidos, porque en casas de poetas y de señores, no ha sido vedada la entrada a nadie. LIDORA: (Gran sufrimiento ha tenido, Aparte pues la llamaron poeta, y ha callado.) LISANDRO: Yo he sabido que sois discreta en extremo, y que de Homero y de Ovidio excedéis la misma fama; y así yo y aqueste amigo que vuestro ingenio me alaba, en competencia venimos de que para cierta dama que mi amor puso en olvido y se casó a su disgusto, le hagáis algo; que yo afirmo el premio a vuestra hermosura, si es, señora, premio digno el daros mi corazón. LIDORA: (Por Belerma te ha tenido.) Aparte OCTAVIO: Yo vine también, señora, pues vuestro ingenio divino obliga a los que se precian de discretos, a lo mismo. CELIA: ¿Sobre quién tiene de ser? OCTAVIO: Una mujer que me quiso cuando tuvo qué quitarme, y ya que pobre me ha visto, se recogió a buen vivir. LIDORA: (Muy como discreta hizo.) Aparte CELIA: A buen tiempo habéis llegado; que a un papel que me han escrito querría responder ahora; y pues decís que de Ovidio excedo la antigua fama, haré ahora más que él hizo; a un tiempo se han de escribir vuestros papeles y el mío.
A LIDORA
Da a todos tinta y papel. LISANDRO: ¡Bravo ingenio! OCTAVIO: Peregrino. LIDORA: Aquí está tinta y papel. CELIA: Escribid, pues. LISANDRO: Ya escribimos. CELIA: ¿Tú dices que a una mujer que se casó? LISANDRO: Aqueso digo. CELIA: ¿Y tú a la que de dejó después que no fuiste rico OCTAVIO: Así es verdad. CELIA: Y yo aquí le respondo a Severino.
Escriban, y salen GALVÁN y ENRICO con espada y broquel
ENRICO: ¿Qué se busca en esta casa, hidalgos? LISANDRO: Nada buscamos; estaba abierta y entramos. ENRICO: ¿Conóceme? LISANDRO: Aquesto pasa. ENRICO: Pues váyanse noramala, que, voto a Dios, si me enojo... No me haga, Celia del ojo. OCTAVIO: ¿Qué locura a aquesta iguala? ENRICO: Que los arroje en el mar, aunque está lejos de aquí.
Aparte a ENRICO
CELIA: Mi bien, por amor de mí. ENRICO: ¿Tú te atreves a llegar? Apártate, ¡voto a Dios!, que te dé una bofetada. OCTAVIO: Si el estar aquí os enfada, ya nos iremos los dos. LISANDRO: ¿Sois pariente, o sois hermano de aquesta señora? ENRICO: Soy el dïablo. GALVÁN: Ya yo estoy con la hojarasca en la mano. Sacúdelos. OCTAVIO: Deteneos. CELIA: Mi bien, por amor de Dios. OCTAVIO: Aquí venimos los dos, no con lascivos deseos, sino a que nos escribiese unos papeles. ENRICO: Pues ellos, que se precian de tan bellos, ¿no saben escribir? OCTAVIO: Cese vuestro enojo. ENRICO: ¿Qué es cesar? ¿Qué es de lo escrito? OCTAVIO: Esto es.
Rasga los papeles
ENRICO: Vuelvan por ellos después, porque ahora no hay lugar. CELIA: ¿Los rompiste? ENRICO: Claro está y si me enojo... CELIA: ¡Mi bien! ENRICO: ...haré los mismo también de sus caras. LISANDRO: Basta ya. ENRICO: Mi gusto tengo de hacer en todo cuanto quisiere; y si voarcé lo quiere, sor hidalgo, defender, cuéntese sin piernas ya, porque yo nunca temí hombres como ellos. LISANDRO: ¿Qué ansí nos trate un hombre? OCTAVIO: ¡Calla! ENRICO: Ellos se precian de hombres, siendo de mujer las almas; si pretenden llevar palmas y ganar honrosos nombre defiéndanse de esta espada.
Acuchíllelos
CELIA: ¡Mi bien! ENRICO: Aparta. CELIA: Detente. ENRICO: [Nadie detenerme intente.] CELIA: ¿Qué es aquesto? ¡Ay, desdichada! LIDORA: Huyendo van, que es belleza. GALVÁN: ¡Qué cuchillada le di! ENRICO: Viles gallinas, ¿ansí afrentáis vuestra destreza? CELIA: Mi bien, ¿qué has hecho? ENRICO: Nonada. ¡Gallardamente le di a aquél más alto! Le abrí un jeme de cuchillada. LIDORA: ¡Bien el que entra a verte gana! GALVÁN: Una punta le tiré a aquél más bajo, le eché fuera una arroba de lana. ¡Terrible peto traía! ENRICO: ¿Siempre, Celia, me has de dar disgusto? CELIA: Basta el pesar; sosiega, por vida mía. ENRICO: ¿No te he dicho que no gusto que entren estos marquesotes todos guedejas, bigotes, adonde me dan disgusto? ¿Qué provecho tienes de ellos? ¿Qué te ofrecen, qué te dan éstos que contino están rizándose los cabellos. De peña, de roble o risco es el dar su condición; su bolsa hizo profesión en la orden de San Francisco. Pues, ¿para qué los admites? ¿Para qué los das entrada? ¿No te tengo yo avisada? Tú harás algo que me incites a cólera. CELIA: Bueno está. ENRICO: Apártate. CELIA: Oye, mi bien, porque sepas que hay también alguno en éstos que da. Aqueste anillo y cadena me dieron éstos. ENRICO: A ver. La cadena he menester, que me parece muy buena. CELIA: ¿La cadena? ENRICO: Y el anillo también me has de asegurar. LIDORA: Déjale algo a mi señora. ENRICO: Ella, ¿no sabrá pedillo? ¿Para qué lo pides tú? GALVÁN: Ésta por hablar se muere. LIDORA: ¡Mal haya quien bien os quiere, rufianes de Bercebú! CELIA: Todo es tuyo, vida mía; y, pues yo tan tuya soy, escúchame. ENRICO: Atento estoy. CELIA: Sólo pedirte querría que nos lleves esta tarde a la Puerta de la Mar. ENRICO: El manto puedes tomar. CELIA: Yo haré que allá nos aguarde la merienda. ENRICO: ¿Oyes, Galván? Ve a avisar luego al instante a nuestro amigo Escalante, a Cherinos y Roldán, que voy con Celia. GALVÁN: Sí haré. ENRICO: Di que a la Puerta del Mar nos vayan luego a esperar con sus mozas. LIDORA: ¡Bien a fe! GALVÁN: Ello habrá lindo bureo. Mas que ha de haber cuchilladas. CELIA: ¿Quieres que vamos tapadas? ENRICO: No es eso lo que deseo. Descubiertas habéis de ir, porque quiero en este día que sepan que tú eres mía. CELIA: Como te podré servir, vamos. LIDORA: Tú eres inocente. ¿Todas las joyas le has dado? CELIA: Todo está bien empleado en hombre que es tan valiente. GALVÁN: Mas que ¿no te acuerdas ya que te dijeron ayer, que una muerte habías de hacer? ENRICO: Cobrada y gastada está ya la mitad del dinero. GALVÁN: Pues, ¿para qué vas al mar? ENRICO: Después se podrá trazar, que ahora, Galván, no quiero. Anillo y cadenas tengo, que me dio la tal señora; dineros sobran ahora. GALVÁN: Ya tus intentos prevengo. ENRICO: Viva alegre el desdichado, libre de cuidado y pena, que en gastando la cadena le daremos su recado.
Vanse y salen PAULO y PEDRISCO de camino graciosamente
PEDRISCO: Maravillado estoy de tal suceso. PAULO: Secretos son de Dios. PEDRISCO: ¿De modo, padre, que el fin que ha de tener aqueste Enrico ha de tener también? PAULO: Faltar no puede la palabra de Dios; el ángel suyo me dijo que si Enrico se condena me he de condenar, y si él se salva también me he de salvar. PEDRISCO: Sin duda, padre, que es un santo varón aqueste Enrico. PAULO: Eso mismo imagino. PEDRISCO: Ésta es la puerta que llaman de la Mar. PAULO: Aquí me manda el ángel que le aguarde. PEDRISCO: Aquí vivía un tabernero gordo, padre mío, adonde yo acudía muchas veces; y más allá, el acaso se le acuerda, vivía aquella moza rubia y alta que Archero de la Guarda parecía a quien él requebraba. PAULO: ¡Oh, vil contrario! Livianos pensamientos me fatigan. ¡Cuerpo flaco! Hermano, escuche. PEDRISCO: Escucho. PAULO: El contrario me tienta con memoria de los pasados gustos...
Échase en el suelo
PEDRISCO: Pues, ¿qué hace? PAULO: En el suelo me arrojo de esta suerte para que en él me pise. Llegue, hermano. Píseme muchas veces. PEDRISCO: En buen hora, que soy muy obediente, padre mío.
Písale
¿Písole bien? PAULO: Sí, hermano. PEDRISCO: ¿No le duele? PAULO: Pise, y no tenga pena. PEDRISCO: ¿Pena, padre? ¿Por qué razón he yo de tener pena? Piso y repiso, padre de mi vida; mas temo no reviente, padre mío. PAULO: Píseme, hermano.
Dan voces dentro, deteniendo a ENRICO
ROLDÁN: Deteneos, Enrico. ENRICO: Al mar he de arrojalle, ¡vive el cielo! PAULO: A Enrico oí nombrar. ENRICO: ¿Gente mendiga ha de haber en el mundo? CHERINOS: Deteneos. ENRICO: Podrásme detener en arrojándole. CELIA: ¿Dónde vas? Detente. ENRICO: No hay remedio. Harta merced te hago pues te saco de tan grande miseria. ROLDÁN: ¿Qué habéis hecho?
Salen todos
ENRICO: Llegóme a pedir un pobre una limosna; dolióme el verle con tan gran miseria, y porque no llegase a avergonzarse otro desde hoy, cogíle yo en los brazos y le arrojé en el mar. PAULO: ¡Delito inmenso! ENRICO: Ya no será más pobre, según pienso. PEDRISCO: (¡Algún diablo limosna te pidiera!) Aparte CELIA: ¿Siempre has de ser crüel? ENRICO: No me repliques, que haré contigo y los demás lo mismo. ESCALANTE: Dejemos eso agora, por tu vida. Sentémonos los dos, Enrico amigo.
Aparte a PEDRISCO
PAULO: A éste han llamado Enrico. PEDRISCO: Será otro. ¿Querías tú que fuese este mal hombre que en vida está ya ardiendo en los infiernos? Aguardemos a ver en lo que pára. ENRICO: Pues siéntense voarcedes, porque quiero haya conversación. ESCALANTE: Muy bien ha dicho. ENRICO: Siéntese, Celia, aquí. CELIA: Ya estoy sentada. ESCALANTE: Tú conmigo, Lidora. LIDORA: Lo mismo digo yo, seor Escalante. CHERINOS: Siéntese aquí, Roldán. ROLDÁN: Ya voy, Cherinos. PEDRISCO: ¡Mire qué buenas almas, padre mío! Lléguese más, verá de los que tratan. PAULO: ¿Que no viene mi Enrico? PEDRISCO: Mire y calle, que somos pobres, y este desalmado no nos eche en la mar. ENRICO: Agora quiero que cuente cada uno de voarcedes las hazañas que ha hecho en esta vida, quiero decir hazañas, latrocinios, cuchilladas, heridas, robos, muertes, salteamientos y cosas de este modo. ESCALANTE: Muy bien ha dicho Enrico. ENRICO: Y al que hubiere hecho mayores males, al momento una corona de laurel le pongan cantándole alabanzas y motetes. ESCALANTE: Soy contento. ENRICO: Comience, seor Escalante. PAULO: (¡Que esto sufre el Señor!) Aparte PEDRISCO: (Nada le espante.) Aparte ESCALANTE: Yo digo ansí:... PEDRISCO: (¡Qué alegre y satisfecho!) Aparte ESCALANTE: Veinte y cinco pobretes tengo muertos; seis casa he escalado y treinta heridas he dado con la chica. PEDRISCO: (¡Quien te viera Aparte hacer en una horca cabrïolas!) ENRICO: Diga Cherinos. PEDRISCO: (¡Qué ruin nombre tiene! Aparte Cherinos--cosa poca.) CHERINOS: Yo comienzo: No he muerto a ningún hombre, pero he dado más de cien puñaladas. ENRICO: ¿Y ninguna fue mortal? CHERINOS: Amparóles la Fortuna. De capas que he quitado en esta vida y he vendido a un ropero, está ya rico. ENRICO: ¿Véndelas él? CHERINOS: ¿Pues no? ENRICO: ¿No las conocen? CHERINOS: Por quitarse de aquestas ocasiones, las convierte en ropillas y calzones. ENRICO: ¿Habéis hecho otra cosa? CHERINOS: No me acuerdo. PEDRISCO: (Mas que le absuelve ahora el ladronazo.) Aparte CELIA: Y tú, ¿qué has hecho, Enrico? ENRICO: Oigan, voarcedes:... ESCALANTE: Nadie cuente mentiras. ENRICO: ¿Yo soy hombre que en mi vida las dije? GALVÁN: Tal se entiende. PEDRISCO: (¿No escucha, padre mío, estas razones?) Aparte PAULO: (Estoy mirando a ver si viene Enrico.) Aparte ENRICO: Haya, pues, atención. CELIA: Nadie te impide. PEDRISCO: (¡Miren a qué sermón atención pide!) Aparte ENRICO: Yo nací mal inclinado como se ve en los efectos del discurso de mi vida que referiros pretendo. Con regalos me crié en Nápoles, que ya pienso que conocéis a mi padre, que aunque no fue caballero ni de sangre generosa, era muy rico; y yo entiendo que es la mayor calidad el tener en este tiempo. Crióme, al fin, como digo, entre regalos, haciendo travesuras cuando niño, locuras cuando mancebo. Hurtaba a mi viejo padre, arcas y cofres abriendo, los vestidos que tenía, las joyas y los dineros. Jugaba, y digo jugaba, para que sepáis con esto que de cuantos vicios hay es el primer padre el juego. Quedé pobre y sin hacienda, y como enseñado a hacerlo, di en robar de casa en casa cosas de pequeño precio. Iba a jugar, y perdía; mis vicios iban creciendo. Di luego en acompañarme con otros del arte mesmo; escalamos siete casas, dimos la muerte a sus dueños; lo robado repartimos para dar caudal al juego. De cinco que éramos todos, sólo los cuatro prendieron, y nadie me descubrió aunque les dieron tormento. Pagaron en una plaza su delito, y yo con esto, de escarmentado, acogíme a hacer a solas mis hechos. íbame todas las noches solo a la casa del juego, donde a su puerta aguardaba a que saliesen de adentro. Pedía con cortesía el barato, y cuando ellos iban a sacar qué darme, sacaba yo el fuerte acero, que riguroso escondía en su inocentes pechos, y por fuerza me llevaba lo que ganando perdieron. Quitaba de noche capas; tenía diversos hierros para abrir cualquiera puerta y hacerme capaz del dueño. Las mujeres estafaba, y no dándome el dinero, visitaba una navaja su rostro luego al momento. Aquestas cosas hacía el tiempo que fui mancebo; pero escuchadme y sabréis, siendo hombre, las que he hecho. A treinta desventurados yo solo y aqueste acero, que es de la muerte ministro, del mundo sacado habemos. Los diez muertos por mi gusto, y los veinte me salieron una con otra a doblón. ¿Diréis que es pequeño precio? Es verdad; mas, ¡voto a Dios!, que en faltándome el dinero, que mate por un doblón a cuántos me están oyendo. Seis doncellas he forzado. ¡Dichoso llamarme puedo pues seis he podido hallar en este felice tiempo! De una principal casada me aficioné; ya resuelto habiendo entrado en su casa, a ejecutar mi deseo, dio voces, vino el marido, y yo, enojado y resuelto, llegué con él a los brazos, y tanto en ellos le aprieto, que perdió tierra; y apenas en este punto le veo, cuando de un balcón le arrojo, y en el suelo cayó muerto. Dio voces la tal señora; y yo, sacando el acero, le metí cinco o seis veces en el cristal de su pecho donde puertas de rubíes en campos de cristal bellos le dieron salida al alma para que se fuese huyendo. Por hacer mal solamente, he jurado juramentos falsos, fingiendo quimeras, hecho máquinas, enredos. Y a un sacerdote quien quiso reprehenderme con buen celo, de un bofetón que le di, cayó en la tierra medio muerto. Porque supe que encerrado en casa de un pobre viejo estaba un contrario mío, a la casa puse fuego; y sin poder remediallo todos se quemaron dentro y hasta dos niños hermanos ceniza quedaron hechos. No digo jamás palabra si no es con juramento, un pese o un por vida, porque sé que ofendo al cielo. En mi vida misa oí, ni, estando en peligros ciertos de morir, me he confesado, ni invocado a Dios eterno. No he dado limosna nunca, aunque tuviese dineros; antes persigo a los pobres, como habéis visto el ejemplo. No respeto a religiosos; de sus iglesias y templos seis cálices he robado de diversos ornamentos que sus altares adornan. Ni a la justicia respeto; mil veces me he resistido y a sus ministros he muerto; tanto que para prenderme no tienen ya atrevimiento. Y finalmente, yo estoy preso por los ojos bellos de Celia, que está presente; todos la tienen respeto por mí, que la adoro, y cuando sé que la sobran dineros, con lo que me da, aunque poco, mi viejo padre sustento, que ya le conoceréis por el nombre de Anareto. Cinco años ha que tullido en una cama le tengo, y tengo piedad con él por estar pobre el buen viejo; y como soy causa, al fin de ponello en tal extremo, por jugarle yo su hacienda el tiempo que fui mancebo. Todo es verdad lo que he dicho, ¡voto a Dios!, y que no miento; juzgad ahora vosotros cuál merece mayor premio. PEDRISCO: (Cierto, padre de mi vida Aparte que con servicios tan buenos, que puede ir a pretender éste a la corte.) ESCALANTE: Confieso que tú el lauro has merecido. GALVÁN: Y yo confieso lo mesmo. CHERINOS: Todos lo mismo decimos. CELIA: El laurel darte pretendo. ENRICO: Vivas, Celia, muchos años. CELIA: Toma, mi bien, y con esto pues que la merienda aguarda, nos vamos. GALVÁN: Muy bien has hecho. CELIA: Digan todos, "Viva Enrico!" TODOS: ¡Viva el hijo de Anareto! ENRICO: Al punto todos nos vamos a holgarnos y entretenernos.
Vanse
PAULO: Salid, lágrimas, salid; salid apriesa del pecho. No lo dejéis de vergüenza. ¡Qué lastimoso suceso! PEDRISCO: ¿Qué tiene, padre? PAULO: ¡Ay, hermano! Penas y desdichas tengo. Este mal hombre que he visto es Enrico. PEDRISCO: ¿Cómo es eso? PAULO: Las señas que me dio el ángel son suyas. PEDRISCO: ¿Es cierto? PAULO: Sí, hermano, porque me dijo que era hijo de Anareto, y aqueste también lo ha dicho. PEDRISCO: Pues aquéste ya está ardiendo en los infiernos en vida. PAULO: Eso sólo es lo que temo. El ángel de Dios me dijo que si éste se va al infierno, que al infierno tengo de ir, y al cielo si éste va al cielo. Pues al cielo, hermano mío, ¿cómo ha de ir éste, si vemos tantas maldades en él, tantos robos manifiestos, crueldades y latrocinios, y tan viles pensamientos? PEDRISCO: En eso, ¿quién pone duda? Tan cierto se irá al infierno como el despensero Judas. PAULO: ¡Gran Señor! ¡Señor eterno! ¿Por qué me habéis castigado con castigo tan inmenso? Diez años y más, Señor, ha que vivo en el desierto comiendo yerbas amargas, salobres aguas bebiendo, sólo porque vos, Señor, juez piadoso, sabio, recto, perdonareis mis pecados. ¡Cuán diferente lo veo! Al infierno tengo de ir. Ya me parece que siento que aquellas voraces llamas van abrasando mi cuerpo. ¡Ay, qué rigor! PEDRISCO: Ten paciencia. PAULO: ¿Qué paciencia o sufrimiento ha de tener el que sabe que se ha de ir a los infiernos? Al infierno, centro oscuro donde ha de ser el tormento eterno y ha de durar lo que Dios durare. ¡Ah, cielo! ¿Que nunca se ha de acabar! ¡Que siempre han de estar ardiendo las almas! ¡Siempre! ¡Ay, de mí! PEDRISCO: (Sólo oírle me da miedo.) Aparte Padre, volvamos al monte. PAULO: Que allá volvamos pretendo; pero no a hacer penitencia, pues que ya no es de provecho. Dios me dijo que si aquéste se iba al cielo, me iría al cielo, y al profundo si al profunda. Pues es ansí, seguir quiero su misma vida. Perdone Dios aqueste atrevimiento. Si su fin he de tener, tenga su vida y sus hechos, que no es bien que yo en el mundo esté penitencia haciendo, y que él viva en la ciudad con gustos y con contentos, y que a la muerte tengamos un fin. PEDRISCO: Es discreto acuerdo; bien has dicho, padre mío. PAULO: En el monte hay bandoleros; bandolero quiero ser, porque así igualar pretendo mi vida con la de Enrico, pues su mismo fin tenemos. Tan malo tengo de ser como él, y peor si puedo; que pues ya los dos estamos condenado al infierno, bien es que antes de ir allá en el mundo nos venguemos. PEDRISCO: (¡Ah, Señor! ¿Quién tal pensara?) Aparte Vamos, y déjate de eso y de esos árboles altos los hábitos ahorquemos. Viste galán. PAULO: Sí haré; y yo haré que tengan miedo a un hombre que, siendo justo, se ha condenado al infierno. ¡Rayo del mundo he de ser! PEDRISCO: ¿Qué se ha de hacer de dineros? PAULO: Yo los quitaré al demonio si fuere cierto el traerlos. PEDRISCO: Vamos, pues. PAULO: Señor, perdona si injustamente me vengo; tú me has condenado ya; tu palabra, es caso cierto que atrás no puede volver, pues, si es ansí, tener quiero en el mundo buena vida, pues tan triste fin espero. Los pasos pienso seguir de Enrico. PEDRISCO: Ya voy temiendo que he de ir contigo a las ancas cuando vayas al infierno.

FIN DE LA PRIMERA JORNADA

El condenado por desconfiado, Jornada II  


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 22 Jun 2002