JORNADA SEGUNDA


Salen don JACINTO y don DIEGO
JACINTO: Perdonad la cortedad, o la llaneza, don Diego, y que recibáis, os ruego, el afecto y voluntad. DIEGO: Bueno es esto cuando veo tan nobles demostraciones, que no dejan las acciones a que se alargue el deseo. Todo muy cumplido ha estado; sólo es corta mi ventura. JACINTO: Quien logra tanta hermosura no se llame desdichado, pues es necia indiscreción, y juzgo, sin duda alguna, que es irritar su fortuna el quejarse sin razón. DIEGO: ¡Ay, don Jacinto! Querría descubrirte mi tristeza, pues no importa su belleza si su belleza no es mía. ¿Viste el mísero doliente que por divertir su mal en el labrado cristal tiene el agua de una fuente; que para mayor agravio y rigor más inhumano se la quitan de la mano cuando fue a tocarla el labio, porque descubierto se halla que, aunque tan clara y tan bella, está el peligro en bebella y la vida en derramalla? Pues, el mismo riesgo llevo en Laura, ¡oh fiero rigor!, si bebo pierdo el honor y la vida si no bebo. JACINTO: Pues, ¿qué te congoja? DIEGO: Escucha, porque conozcas mi mal; ya que has mirado el cristal, verás si mi pena es mucha. No quisiera referirte generoso don Jacinto, por ceñirme a lo que importa, de mi vida los principios. Pues nos crïamos los dos con agasajo de primos hasta que nos dividieron tan diversos ejercicios como el furor de las armas y las paces de los libros. Pues, tú te partiste a Flandes, yo a Salamanca; que quiso mi padre que en sus escuelas, teatro de ingenios vivos, donde de la policía se aprenden bien los estilos, me advirtiese en las leyes lo severo y lo entendido, gobernando por allí de mis medras los designios; hasta que llegó a entender que vivía divertido; que en una edad floreciente cualquier licencia es peligro. Y sacándome de allí a Zaragoza partimos con la nueva ocupación de aquel tan honroso oficio con que le favoreció la grandeza de Filipo, planeta del cuarto cielo , que mida eterna los siglos. Trató en Madrid de casarme con tu hermana, y ya traído el despacho al parentesco, mi desdicha lo deshizo. Mientras esto sucedía, murió tu padre y el mío, y para mayor tormento me señaló mi destino por blanco de mis acciones, por empleo de mis bríos, por alas de mis desvelos, el hermoso basilisco, la más gustosa ponzoña y el más agradable hechizo que en los dos ojos de Laura el ciego vendado ha visto. Festejéla honestamente, rindiéndola mi albedrío a un amor en cuyas luces blandamente muero y vivo. Reconocí en su semblante un amoroso cariño, un agasajo cortés y un favor tan advertido que sin faltar a las leyes de su decoroso estilo, me pagaba en el agrado cualquier galante servicio. Determinéme a pedirla a su padre, convencido de su generosa sangre, de su mayorazgo rico, de su rara honestidad y entre los dos convenimos esta jornada a Madrid a negociar el oficio de que gozaba mi padre pues solo quedé su hijo, para que fuese de Laura amante, esposo y marido. Partimos de Zaragoza y desde que nos partimos hallé un desmayo en sus ojos, en su agasajo un retiro, en su agrado un desaliento en su voz unos suspiros, en su corazón un ansia, en su pecho unos desvíos que de algún cuidado oculto, de algún amor atrevido, de alguna pena secreta dan evidentes indicios. Y, aunque adoro su belleza, aunque a sus luces me rindo, aunque su fuego me abrasa, y aunque sus prendas estimo, tengo de mirar mi honor antes que de mi apetito los vanos antojos quiebren tan fácil hermoso vidrio. Y así entretendré las bodas mientras no encontrare el hilo con que salir de las dudas de tan ciego laberinto, mientras no viere el honor más puro, más cristalino, más sin mancha, más sin nota que el sol en cuyos registros el átomo más menudo, el polvo más escondido, la mota más retirada descubren sus rayos limpios; que quien no hace examen cuerdo de su honor inadvertido antes de arrojarse al lance, él mismo busca el peligro y lo que fuera cordura prevenir en los principios, conclüído un casamiento, averiguarlo es delito. En estas congojas peno; en este tormento vivo y entre el amor y los celos neutral pierdo los sentidos. ¿Viste cándida paloma, que claro está que la has visto, de su consorte celosa rondar el decente nido, fuego los ojos ardiente, aguzar el corvo pico, tender las alas turbada, crespar el plumaje rizo, hacer arpones las plumas que dispuestas al castigo las templa al amor del pecho aunque se juzga ofendido? Y, en unas dudas suspensas, ya enamorado, ya esquivo, una vez huye quejoso, otra vez llega rendido; halaga el ave que adora, enamorándola fino, y en arrullos sus congojas intima en vez de suspiros, sin acertar a quejarse ni poder mostrarse tibio entre el fuego que le abrasa y entre la nieve indeciso. Pues, así yo, entre congojas y amor abrasado lidio sin poder yo mismo en nada aconsejarme a mí mismo. Una vez la busco amante, otras veces ofendido por no abrasarme en su llama de sus luces me retiro. Y sólo por desahogo, por consejo y por alivio porque me adviertas discreto cuanto padezco te he dicho. JACINTO: Grande es tu pena, don Diego, porque celos con amor es dolor sobre dolor y es añadir fuego a fuego. Pero si sólo el cuidado es de lo que has presumido, no queda amor ofendido de un delito imaginado; pues cuando más en tu daño te quejas de su rigor, vendrá a descubrir su amor que fue tu malicia engaño. Remite al tiempo discreto que aclare duda tan grave; pues él solamente sabe sacar a luz un secreto. Pero aquí vienen las dos. (¡A fe, que Laura es hermosa!) Aparte
Salen ARMINDA y LAURA
LAURA: Nunca estuve tan gustosa. ni tan contenta. JACINTO: ¡Por Dios!, Laura, que me alegro mucho, pues colijo en tus razones que evidentemente opones lo que escuchas a lo que escucho, porque don Diego sentía tu tristeza. DIEGO: No te espante, pues a fuer de fino amante era la tristeza mía. Pues, como el amor implica, sin arder en una llama, quien no siente en lo que ama, no ama lo que publica. ARMINDA: (Bien discurrido está a fe). Aparte LAURA: (Y yo lo siento mejor, Aparte pues hallé todo mi amor donde no lo imaginé porque don Jacinto era el que en Zaragoza hizo aquel amoroso hechizo que causó mi pena fiera. Y cuando en Madrid le he hallado, toda el alma se cobró; que el bien que no se esperó es bien más para estimado). JACINTO: Verás la corte y el Retiro con que te divertirás. LAURA: No he menester ya ver más que lo que en tu casa miro, porque tu gala, tu agrado, de Arminda la cortesía quitan mi melancolía y suspenden mi cuidado. DIEGO: Laura, ¿no te lo advertí en el camino primero? JACINTO: Que os halléis muy bien espero. LAURA: Jurara yo que te vi en Zaragoza ya ha días; y según lo que imagino, en el corso y de camino fuiste haciendo cortesías a una señora tapada. JACINTO: Es verdad. Di, ¿quién sería? LAURA: No sé, pero parecía doña Juana de Moncada. Y aquesto lo colegió de que me mostró después un relojillo francés. JACINTO: ¿Y dijo quién se la dio? LAURA: No dijo quién, pero es llano que tú debiste de ser; porque yo vine a saber que se la dio un castellano; y habiéndola visto hablar contigo desde un balcón de mi casa, la hilación era fácil de sacar. ¿Te picó? JACINTO: Sí, confesallo tengo, aunque el rostro no vi. Tanto en su voz me perdí que aun agora no me hallo. ARMINDA: Esto es amor a buen ojo. LAURA: Parece que tierno estás. JACINTO: Y Laura, ¿no me dirás si se ha casado? LAURA: (Yo arrojo Aparte las varetas con cuidado para saber mi cautela si este jilguero que vuela está en la liga pegado). No se ha casado aun agora; pero la quieren casar, y ella muere de pesar porque en otra parte adora. Y aún se sospecha que fue el caballero que habló a quien el alma entregó con pura y honesta fe, pero su nombre ignoraba; y aunque en su llama se ardía, como no le conocía en hielo y fuego penaba. Pésame de haberte dado este susto sin querer. JACINTO: (¡Válgate Dios por mujer! Aparte ¡El fuego que has despertado!) Señora, si agradecido he de responder, confieso que me enternece el suceso solamente referido, porque aunque juzgues locura amar lo que no se ve, confieso sin ver que amé su imaginada hermosura; y no pienses advertida que es facilidad sobrada, que una belleza mirada no es tanto como creída; pues la vista y la atención notan con grave censura en la mayor hermosura la menor imperfección. Cuando en materias de amor suele un ardiente deseo hacer en lo que no veo siempre el retrato mejor, hoy me ha el caso sucedido. ARMINDA: Basta de divertimiento. LAURA: Mañana acabaré el cuento; que está mi padre dormido, y me quiero recoger. Vamos, Arminda, que espero con este lance primero morir del todo o vencer. DIEGO: Si nos dais las dos licencia, iremos a acompañaros. ARMINDA: No es razón, sino quedaros, pues fuera poca decencia. JACINTO: Arminda, a aquella tapada pon en el cuarto que dije. ARMINDA: (El corazón se me aflige). Aparte LAURA: (¡Válgate Dios por jornada!) Aparte
Vanse ARMINDA y LAURA
JACINTO: ¿Qué te parece, don Diego, del cariño, del agrado con que Laura nos ha hablado sin sentirse su despego? DIEGO: Que es milagro de tu casa que no estorba mi recelo; pues puede volverse hielo este fuego que me abrasa. JACINTO: Vámonos a recoger que es tarde y vendrán cansado. DIEGO: (Ni aun el rostro me ha mirado Aparte divertida esta mujer).
Vanse. Salen MOSCÓN y LUCÍA
LUCÍA: ¿Don Lope es un gran pícaro? MOSCÓN: ¡Un bellaco! Cargadas las narices de tabaco, lleno siempre de mocos, sus pañuelos tan pocos, tan bastos sus pañuelos, que un lienzo de pared hace lenzuelos, y con asco inhumano le sirve de pañuelo la una mano. Jura y no paga deudas de crïados, porfïado donde haya porfïados; que con astucia y traza peregrina un perro muerto daba a cada esquina; hombre que no respira sin sacar de la boca una mentira y con burlas que ha hecho a mercaderes pudo llenar de trampas las mujeres, pues cuando más escampa, cada palabra suya es una trampa; y tiene en cada aliento una torre de viento porque tan vano hombre no le hallaron desde que los molinos se inventaron, con tanta vanidad y desatinos que puede dar el viento a los molinos; y estando muy preciado de limpieza, en el cuerpo crïaba y la cabeza tan grande variedad de sabandijas con otras ochocientas baratijas que a ninguno ha llegado que no la haya pegado. Tiene sarna, empeines, almorranas, y todas las mañanas, como si reventara unas postemas, echa del cuerpo cóleras y flemas. Las bubas son tan tiesas que en su cartuja pueden ser profesas sin que unción ni sudor que las estruja las pueda hacer salir de su Cartuja. Pues, ¿qué es contar, Lucía, los desaires que a tu señora hacía? No hubo gallega moza de servicio que no pagase gajes a su vicio; no hubo sucia fregona ni infame vil tusona a quien de un mismo modo no lo intentase todo. Y como mula de alquiler mohina, se me quería entrar en cada esquina en oliendo cebada sin poderle sacar de la posada. Don Jacinto es un ángel, sin engaños; ama como se amaba agora cien años con tanta fe y amor, con tanto exceso, que puede dar cien higas a don Bueso. El otro, picarón aventurero, enredador, bellaco, lisonjero, ¡vive Dios!, no le sirviera una hora si me diera cuanto el Perú atesora y cuanto el Indio baña. Por eso salió Bras de su cabaña. LUCÍA: Agora te quiero más; que eres honrado. MOSCÓN: Mucho en el conocerlo te has tardado. LUCÍA: El término que usó con mi señora es la acción más infame y más traidora que emprendió caballero. MOSCÓN: Pues, ¿no se me fue a mí con el dinero? Y el salario de un año que servía me le voló en un día. No hablemos de esto más, que pierdo el tino. Servir a don Jacinto determino y esta noche quisiera hablarte más despacio si pudiera; que con el alboroto y con el ruido me quedaré escondido y cuando alguno me halle, o decirle que calle o si adelante pasa, diré que me acomodo en esta casa. LUCÍA: Pues, Moscón, vete agora que vendrá ya a acostarse mi señora, y dispón de manera que en el cuarto que cae a la escalera te encuentre yo a la una. MOSCÓN: ¡Viva Lucía y vítor mi fortuna! Voyme yendo y bajando que no soy enfadoso en negociando.
Vase
LUCÍA: Es honrado Moscón y comedido, y así mi corazón tiene rendido y es persona, en efeto, que tiene ley y guardará secreto. Y esta fineza, con que me ha obligado confieso que de nuevo me ha ganado, pues dejó a su señor y le aborrece por la esperanza que mi amor le ofrece pero aquí viene Arminda.
Sale ARMINDA
¿Qué te parece Laura? ARMINDA: Hermosa y linda, entendida y airosa. LUCÍA: Pues junto a ti no me parece hermosa; mas, ¿sabes lo que pasa? Moscón está en tu casa; que como vive desacomodado, en casa se ha quedado y ha dicho de Don Lope cosas raras, que si tú las oyeras te admiraras. Señora, te engañaba; y cuantas picaruelas encontraba con todas se envolvía. ARMINDA: No ha habido más desdicha que la mía. Aún después de salir de tal cuidado me queda todo el corazón helado. ¿Viste el ave pequeña y delicada que con descuido atento era en el árbol música del viento y tiorba del prado, a quien cantaba amante su cuidado y entre las verdes hojas le decía blandos requiebros a la luz del día; que hambrienta águila sigue y aunque se esconde, astuta la persigue, y después del peligro tan patente de que ella se escapó dichosamente, cuando a la luz asoma cautelosa cualquier ruido la asusta temerosa y sobresalta el inocente pecho? Pues, este mismo en mí don Lope ha hecho; que viéndome del riesgo ya escapada, tengo el alma turbada, el aliento perdido, desmayado el sentido, el corazón helado, la voz y el labio todo desmayado; y a vista de tan rara grosería toda yo vengo a ser estatua fría y volviendo el discurso a mi decoro yo misma de mí misma el ser ignoro. LUCÍA: Señora, yo confieso lo extraño del suceso pero no a la congoja tan rendida, por llorar el amor, pierdas la vida; que es de cobarde pecho no hacer rostro a un lance más estrecho, y es de poco valor, sin duda alguna, quien no sabe oponerse a su fortuna. Deshecha la pasión y el sentimiento, muera en tu pensamiento, muera don Lope ingrato. Rompe sus líneas, borra su retrato y sin que haya embarazos arroja sus memorias a pedazos. Si importare a tu olvido, en trozos salga el corazón partido porque acaso no tope la piedad quien informe por don Lope. Y agora ven, señora, a descansar, que es hora. ARMINDA: Vamos, que mi tormento cuanto más le imagino más le siento.
Vanse. Salen don LOPE y MOSCÓN, de noche
MOSCÓN: ¡Qué no acaban de cerrar esta puerta! ¡Vive el cielo!, que malician mi desvelo y pretenden mi pesar. Las once y media son dadas y la casa se está abierta como si fuera la puerta de una casa de posadas. LOPE: ¿Es Moscón? MOSCÓN: Sí, ¿quién me llama? LOPE: Yo soy. MOSCÓN: ¡Don Lope, señor! LOPE: ¿Qué hacéis aquí? MOSCÓN: Tengo amor y estoy rondando mi dama. ¿Cómo tan presto has venido del viaje? ¿Hubo mohina? Quien presto se determina presto se halla arrepentido. Tomaras tú mi consejo y no encontraras agora en Arminda, mi señora, un palmo de sobrecejo. Presto te determinaste y esto luego lo vi yo; que la ropa se lïó pero tú no la lïaste. LOPE: ¿Está Arminda muy crüel? MOSCÓN: ¿Cómo crüel? ¡Tigre hircana! La fiera leona albana es a su vista un lebrel. Cuanto encuentra, cuanto toca, emponzoña. Cuanto mira, toda halla en sus ojos ira y todo fuego en su boca. Dice que no ha de parar desmelenado el cabello hasta hacer torcerte el cuello o hacer sacarte a azotar. ¡Mira, qué ofendida se halla! LOPE: Y tú, ¿qué hiciste. Moscón? MOSCÓN: Metíala por razón y procuraba templalla; pero estaba de manera que cuanto más la templaba más irritada la hallaba, más indignada y más fiera. Y cuanto de tu fineza más le informaba y tu amor, un color y otro color de pies mudaba a cabeza. Está, es lástima decillo, más indignada de ti que enferma de frenesí con pintas y tabardillo. LOPE: Mira, dila... MOSCÓN: Ni a los brazos me llegues; que está enojada y, por ser cuenta tocada, me dará dos mil porrazos. LOPE: ¡Ay, Moscón! Yo la ofendí; pero tanto la adoré que apenas la desprecié cuando a penas me volví. Y con poca discreción advertí tarde y en vano que pudo errarse su hermano en su falsa información. Con que, doblando el pesar, vuelvo de nuevo a elegir antes mirarla y morir que morir y no mirar. MOSCÓN: Señor, vete a recoger; que yo aquesta noche intento quedarme en este convento. Ella te amó y es mujer. Yo procuraré mañana volverla a dar un jabón, y a la nueva información quizá estará más humana y avisaréte de todo. LOPE: Pues, adiós. MOSCÓN: Parte seguro; que tu remedio procuro y buscaré el mejor modo.
Vase don LOPE
Y yo también me recojo que me parece que he oído ya de las llaves el ruido; que suenan en su manojo.
Vase MOSCÓN. Sale LAURA y siéntase en una silla a un lado del tablado
LAURA: Blando hechizo de amor, dulce veneno, que en la viveza de mi pecho ardiente introduciste artificiosamente tanta ponzoña en vaso tan ameno, si ya en las llamas de tu fuego peno, si el duro yugo el corazón no siente, y a la ley de tu imperio está obediente, aunque es imperio de violencias lleno, ¿por qué con tiranía me condenas después de hallar el bien que he deseado a que arrastre en tus triunfos más cadenas? Y, creciendo cuidado a mi cuidado cuando el alivio ofreces de mis penas, ¿me haces penar en un amor callado?
Sale don JACINTO por el otro lado del tablado, de noche
JACINTO: No sé si es curiosidad o amor es el que me guía y en esta necia porfía fluctúa mi libertad. Para decir la verdad, mi misma causa no sé; que amar lo que no se ve, hablando en todo rigor no puede llamarse amor y puede llamarse fe. Si adoro lo que no veo, amor es; pero si aspira el alma a lo que no mira, será curioso deseo. El uno es gustoso empleo del ingenio, otro ha de ser de la voluntad. ¿Saber no es amar? Luego si quiero sin saber amar, infiero que es amar y no entender. Mas si nace del sentido el agrado del amar, ¿cómo puedo sin mirar no entender haber querido? Luego fineza no ha sido si le falta la razón; y así es cierta conclusión que son curiosos antojos, pues lo que no ven los ojos no lo adora el corazón. Pero que haya amor perfeto sin perfeto ver no admiro, si en la causa que no miro estoy mirando el efeto. ¿Qué importa que en lo secreto del manto un portento sumo no mire, si lo presumo del garbo y donaire? Luego bien colegiré que hay fuego donde estoy mirando el humo. Antes bien, para el amor evidentemente infiero que quiero más lo que quiero sin verlo, pues, en rigor. Arguyo mucho mejor en tan clara competencia la eficacia, la violencia, quien ama lo que no ve, pues más es amar por fe que el amar por evidencia. En la mujer que no vi, aunque intento la miré, todo cuanto imaginé de su belleza creí. Y, aunque recató de mí la voz, el rostro, el cuidado, más el alma me ha robado cuanto más se me retira; pues vence al bien que se mira el bien que es imaginado. Y así, con toda verdad, hallo que de mi pasión vienen a ser ocasión amor y curiosidad; pues parte en la voluntad, parte en el entendimiento me divide el pensamiento para desvelarme así; curioso en lo que no vi pero amante en lo que siento. En este cuarto advertí, que la pusiese, a mi hermana. LAURA: O me engaña aprehensión vana o siento pasos aquí. JACINTO: Quiero arrojarme brïoso y llegar a hablarla agora. LAURA: Yo me levanto. JACINTO: ¡Señora! LAURA: ¿Quién me llama? JACINTO: Quien curioso te busca y enamorado; que una belleza tapada puede sólo imaginada hacer, despierto, un cuidado. LAURA: ¿Es don Jacinto? JACINTO: Yo soy. LAURA: Sin duda que me entendió Aparte cuanto anoche le advirtió mi cautela. Alegre estoy, pero quiero examinar tan ocasionado intento. Pues, di, ¿con qué atrevimiento te determinaste a entrar? JACINTO: A vuestro recato fiel sólo diré la ocasión: robásteisme el corazón y vengo agora por él. Pues tan airosa tapada como anoche descubrí es razón que diga aquí lo que allí calló turbada. Y porque a mi bizarría debáis tan honrado trato, busco en la noche el recato a que faltaba de día. LAURA: Pues, para premiar tu acción te descubriré discreta toda mi pena secreta si me prestas la atención. Yo soy, señor don Jacinto, doña Laura de Moncada, de aquel tronco generoso de Aytona florida rama. JACINTO: (¡Cielos! ¿Qué es esto que escucho? Aparte Por encontrar la tapada que anoche con bizarría amparar quise en mi casa, y para que la guardase la entregué a Arminda, mi hermana, diciendo que en este cuarto la pusiese, estoy con Laura. Ella la tapada fue que en Zaragoza me hablaba, y sin duda tocando anoche el lance, es cosa muy clara que cuanto he dicho creyó de sí. Yo quiero escucharla para ver este suceso de mi fortuna. ¿En qué para?) LAURA: De Barcelona mi padre vino, por una desgracia, a Zaragoza a vivir, ilustre ciudad de España, solar de tantas noblezas, de tantas bellezas patria, en que nací para ser blanco de fortunas varias. Crecí en la edad floreciente, siendo a cuantos me miraban o aliento de sus deseos o vida de su esperanza, porque aplaudida de hermosa o de atenta lisonjeada, no hubo quien no me dijese enternecido sus ansias; que en las hermosuras juzgo la cosa más desdichada el agradar mucho a todos, siendo pocos los que agradan. Era en las calles seguida, era en los templos buscada, atendida en los concursos y festejada en las plazas, siendo para mi recato lo que más le sobresalta aquel aplauso penoso que no enamora y enfada. Entre cuantos caballeros me seguían, me miraban con pretensión de mis bodas, celebrándome bizarra, fue don Diego de Mendoza el que a mí me agradaba por su discurso y su talle, por su ingenio, por su gracia, por su recato y decoro, por sus respetos; que causa natural estimación en personas de importancia más quien disimula cuerdo y sus finezas recata, que quien fácil las publica con ostentaciones vanas. Así divertido el tiempo de mi juventud pasaba sin imaginar que amor de mi libertad triunfara, que a su yugo me rindiera, ni que mi pompa lozana, no sujeta a las lisonjas, siempre sorda a la alabanza, pudiera en tiempo ninguna hallar poderosa causa que con ocultos influjos mi hielo trocase en brasa. Cuando saliendo --aquí tiemblo de decirlo-- una mañana de rebozo por el Corso a oír misa en Santa Engracia... No te admire que me turbo al acordármelo el alma; que siempre las novedades, como cosas desusadas o suspenden los sentidos o hacen perder las palabras, Te vi y te hablé, sin saber de qué hechizo la eficacia de qué violento conjuro, de qué ponzoñosa vara, mi pecho quedó rendido y mi condición trocada. ¿No has visto quebrado vaso donde está escondida el agua con la cera que el cristal bien asegurado guarda, que al hielo dura constante, pero en llegando la brasa que la derrite y deshace, que la dispone y ablanda, arroja el agua y despide toda la líquida plata, sin que puedan detenerla las diligencias humanas? Así yo, que al hielo duro de mi honor, de mi constancia, era insensible peñasco, era de mármol estatua, era bronce, era diamante, en cera me vi trocada, y a tu calor reventó toda la fuerza del agua. Ni yo te dije mi nombre ni el tuyo supe; que ingrata por acudir a mi honor el amor disimulaba. Sólo en discursos de amor las veces que me encontrabas te descubrí mis finezas sin descubrirte mi casa, diciéndote que algún día mi palabra te empeñaba que habías de conocerme porque en extremo te amaba. Y, dándote una sortija y tú a mí un reloj de Francia por prendas de viva fe, volví tan muerta a mi casa que preguntándome a mí por mí misma, no me hallaba porque en tu pecho vivía todo el discurso del alma. Nunca más pude encontrarte por más que lo procuraba, sin que mirasen mis ojos, sin que atendiesen mis ansias a otra luz con que alegrar mi ya perdida esperanza, mis encendidos deseos, y mis diligencias vanas. En este tiempo don Diego sus bodas conmigo trata; con mi padre se conviene y disponen la jornada a Madrid sin que disculpas y sin que estorbos me valgan a resolución tan fiera que la vida me acababa. Partimos de Zaragoza, y como nunca quien ama vive alegre si le quitan lo que gustosa esperaba, tan muerta vine, tan triste, tan suspensa y congojada que solamente vivía del tiempo que en ti pensaba, discurriendo sin consejo tantos modos, tantas trazas de desbaratar las bodas hasta que a ti te encontrara que, aún no descubriendo el modo a mí misma me engañaba con locos divertimientos de unas esperanzas vanas, hasta que viéndote a ti mis fatigas ya descansan, mis penas todas cesaron y mis desdichas se acaban. Como el diestro marinero que en la ya rota borrasca, quebrado el timón del viento, burlado el leño en las aguas, rotos los árboles todos del trinquete a la mesana, los linos recoge triste y deja la nave incauta al gobierno de las ondas y del aire que la ultraja, pero cuando ya la muerte en la tempestad aguarda, halla que la tempestad puso su nave en la playa, halló el puerto deseado metiéndole por la barra. Así yo de mi tormenta vi la fortuna trocada, convertido en gusto el llanto, en ventura la desgracia, la muerte en vida dichosa, la congoja en piedad blanda, y en dulce serenidad la injuria de la borrasca.
Sale don DIEGO con la espada desnuda y asómase a la puerta
DIEGO: (O sea verdad del sentido Aparte o mentira del cuidado, pasos y ruido a este lado, a mi parecer, he oído. Y en estos puntos de honor sólo el velar me asegura; que guardar una hermosura es el peligro mayor. Hacia aquí las voces siento. Atento quiero escuchar). JACINTO: No podrás, Laura, pensar mi mucho agradecimiento. DIEGO: (Confusa la voz escucho Aparte de un hombre). LAURA: Decir no sé, mi dueño, como te amé pero sé que te amo mucho. DIEGO: (Ésta es Laura. ¿Hay más sentir Aparte en este lance? Me apuro pues siento allá... Estando oscuro podrá el contrario salir, y si aquí estoy aguardando, es morir y reventar). JACINTO: Mi bien, mal podéis culpar a quien os está adorando. DIEGO: (El hombre habla cauteloso Aparte porque no le puedo oír). LAURA: Ni acostarse ni dormir puede un corazón dudoso, y en lance tan peregrino quedarme así, no te espante, que el discurso de un amante tiene luces de adivino. DIEGO: (Entre tantas confusiones Aparte me quiero determinar a dar voces y guardar la puerta).
A voces
¡Qué andan ladrones! ¡Traigan luces los crïados! ¡Don Jacinto, Arminda! LAURA: ¡Ay, cielos! Esto faltó a mis recelos. JACINTO: Esto sobró a mis cuidados. DIEGO: ¡Don Jacinto, señor, mira que andan ladrones! LAURA: ¿Qué haremos? JACINTO: ¿Qué salida buscaremos que no parezca mentira? Porque decir que entré aquí por error, mal se concierta; pero aguarda, que una puerta si no me engaño, hay allí. Estáte queda, que yo salgo a mi cuarto por ella y lo compondré.
Vase
LAURA: Mi estrella en todo me persiguió. DIEGO: ¡Don Jacinto!
Dentro
JACINTO: ¿Quién me llama? DIEGO: ¡Qué andan ladrones! JACINTO: ¿Adónde? DIEGO: En este cuarto se esconde el que es ladrón de mi fama.
Éntrase por una puerta don JACINTO, con una luz. Sale por la que guarda don DIEGO, con la espada desnuda. LAURA a un lado
JACINTO: ¿Qué es esto? DIEGO: Tú lo verás. Dame esta luz. JACINTO: Toma. LAURA: Dormida me había quedado vestida. ¿Qué ruido es éste? DIEGO: (Jamás Aparte vi sueño tan advertido, ni tan bien disimulado. Mira que un ladrón ha entrado para robarte el vestido). LAURA: Míralo bien. DIEGO: Yo lo sé por mi mal o por mi pena. ¿Y esta puerta? JACINTO: Es alacena de la casa. DIEGO: Quédate aquí con Laura, que voy a registrar con destreza la casa pieza por pieza, que en gran laberinto estoy. JACINTO: Pues, ¿qué sentiste? DIEGO: Yo oí un hombre y una mujer y aunque no los pude ver, claramente los sentí. Enciende esta luz y queda aquí guardando mi honor.
Vase
JACINTO: No habrá ventura en mi amor; que ya creerla no pueda. Pues, en lance tan extraño, siendo la ocasión tan mía, de mí mismo se confía para asegurar su engaño. Parece que estás turbada. LAURA: Pues, ¿no quieres que lo esté si del peligro que fue aún no estoy desengañada? JACINTO: Mientras él la casa mira, entremos a estotra sala. LAURA: Vamos; que mi mal no iguala con la ventura a que aspira.
Toma la luz don JACINTO, éntranse, y salen turbados LUCÍA y MOSCÓN
LUCÍA: ¡Qué notable confusión! MOSCÓN: No temas nada, Lucía, teniendo la valentía a tu lado de Moscón. LUCÍA: ¡Caro es hablar! MOSCÓN: Más caro es que la mayor inquietud, o siete pies de ataúd o un hoyo de siete pies. LUCÍA: La casa anda alborotada. No sé qué hagamos; mas ya tarde el consejo será; que con la luz y la espada viene el huésped. MOSCÓN: Y examina los rincones de manera que ha de hallar en la escalera los trastes de la cocina. Si entrare en este aposento, esto es sin remedio. Di, Lucía, que te ofrecí palabra de casamiento. LUCÍA: Aguarda, que mi cuidado me dio la traza. MOSCÓN: ¿Cuál es? LUCÍA: Con este manto que ves está todo remediado. Di que yo soy la tapada de anoche, que me valí para salirme, de ti. MOSCÓN: La quimera es extremada y muy fácil invención.
Sale don DIEGO con la luz, y espada desnuda, y ve a los dos. Da voces
DIEGO: (Un hombre que a una mujer Aparte tapada quiere esconder miro). ¡El ladrón, el ladrón, don Jacinto, he hallado! ¡Muere! ¡Muere, cobarde! MOSCÓN: Señor, no te arrojes con furor. DIEGO: Pues, muere. MOSCÓN: Cuando Dios quiere, moriré; que soy cristiano y no me huele el vivir tan mal que quiera morir con mi gusto y por tu mano; que tengo, aunque me ves lacio, en la espada por divisa que no me maten de prisa si puedo morir despacio. Y sabré reñir airoso aunque me miras confuso; que intento, fuera del uso, ser lacayo muy brïoso. Procede con discreción que según lo que he pensado traes el pulso alborotado con las barras de Aragón. Yo estoy aquí retirado sin hacerte mal ninguno, y no es razón que importuno de un rincón me hayas sacado. DIEGO: Si yo te he sentido hablar con Laura, si el riesgo toco, pues con intento tan loco a Laura quieres robar, y de esa mujer tapada te piensas, necio, valer, ¿no me vienes a ofender?
Riñen
MOSCÓN: Mi verdad está en mi espada. DIEGO: ¡Muere, infame! MOSCÓN: Mi razón guarda mi vida. DIEGO: ¡Traidor!
Sale don JACINTO, con la espada desnuda
JACINTO: ¿Qué es esto? MOSCÓN: Es esto, señor, querer matar a Moscón y quererlo resistir pues no hay peligro tan grave en que conmigo se acabe que yo me quiera morir. JACINTO: Don Diego, ¿con un crïado medís las armas? DIEGO: Pensé como en tu casa le hallé que hablaba disimulado. JACINTO: Pero di, ¿qué haces aquí con esa mujer? MOSCÓN: Estoy desacomodado hoy. Como a don Lope serví y él a Segovia se fue, de servirte tuve gana y hasta informarte mañana de tu casa me amparé. Y estando en esta escalera, sin acordarme de nada, aquesta mujer tapada me pidió que la valiera; porque anoche mil quimeras me contó que habían pasado, y así salirse ha intentado porque no la conocieras. Dijo que era principal y que a saberse en su casa este suceso que pasa, lo pasaría muy mal. Yo, no sabiendo qué hacer, hallando el peligro aquí, la amparé y la defendí por serrana y por mujer. JACINTO: Señora, mucho he sentido que vuestra resolución por valerse de Moscón mi secreto haya ofendido. Pero volved a mi hermana; que yo os juro por quien soy que vuestras penas de hoy tengan remedio mañana, y esto con tanto secreto que yo mismo no sabré, sino en noticias de fe, vuestro mal. MOSCÓN: Eres discreto y cumples la obligación de caballero. JACINTO: Querría no estragar la cortesía. Llama a mi hermana, Moscón. MOSCÓN: Voy a llamarla al momento.
Vase
JACINTO: ¿Habéisos desengañado, don Diego? DIEGO: No es mi cuidado fácil desvanecimiento. Toda la casa miré y aunque mi ofensa no vi, ¿qué importa que yo le oí decir que no le encontré? Velar importa a mi honor; que nunca se ha de decir que se pudo preferir a mi crédito mi amor.
Salen ARMINDA y MOSCÓN
MOSCÓN: Arminda, señor, está aquí ya. JACINTO: Poco cuidado tienes en lo que encargado te dejé, bien se verá, pues esta dama ha querido irse a casa sin decir en qué la puedo servir. ARMINDA: (¿Qué lance no prevenido Aparte es éste? Pues, si yo fui la tapada y la mujer, ¿cómo agora puede haber mujer y tapada aquí?) Señor, ella se escondió después de haberme informado y de haber visto en mí agrado, fineza y amor, y yo, con la ocupación forzosa, cuando la volví a buscar ninguno la pudo hallar. JACINTO: Pues, descansad, dama hermosa, hasta mañana, y adiós. Vámonos a recoger.
Vanse don JACINTO, don DIEGO, y MOSCÓN
LUCÍA: ¿Hay más dichosa mujer? ¿Estamos solas las dos?
Destápase
ARMINDA: Pues, di, ¿qué es esto, Lucía, de que tan suspensa he estado? LUCÍA: Es haberme aprovechado de tu misma fullería. Quedó en tu casa Moscón, quiso hablarme de don Lope, y porque nadie nos tope le busqué con atención. Alborotóse don Diego, dio voces que había ladrones, y entre tantas confusiones registró la casa luego. Con luz llegó a la escalera, y vime perdida allí pero del susto salí con una airosa quimera. Porque el manto aproveché con que viniste tapada, y anoche, bien descuidada, acaso en la manga eché. Llegó y queriendo reñir, don Jacinto allí salió y cuando una mujer vio tapada, pude fingir que yo la de anoche era. Y con aquesta invención galán me escapó Moscón de una deshonra tan fiera. Esto es lo que ha sucedido. Agora puedes decir que yo me volví a salir con que habremos conclüido. Y aunque en pena desigual con un mismo pensamiento, a ti el manto te dio aliento, y a mí me advirtió en tu mal. ARMINDA: Pues, vuélvete ya a tapar porque más disimulada quede tu traza lograda en quien nos puede encontrar, y vamos a mi aposento; que es tiempo de recoger. LUCÍA: Vamos, que para vencer, importa el atrevimiento.

FIN DE LA SEGUNDA JORNADA

No hay burlas con las mujeres, Jornada III


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 01 Jul 2002