CUATRO MILAGROS DE AMOR

Antonio Mira de Amescua

Texto basado en una suelta, aparentemente única, colocada en la Staatsbibliothek de München, Alemania. CUATRO MILAGROS DE AMOR fue preparado por Vern Williamsen para un curso dictado en el año 1983. Luego fue editado en forma electrónica en el año 1987.


Personajes que hablan en ella:

ACTO PRIMERO


Salen LUCRECIA, GÓMEZ y ALDONZA
LUCRECIA: Gómez, salga a recibir a doña Ana; que ya ha entrado. GÓMEZ: Mucho el alba ha madrugado. LUCRECIA: ¿Siempre está para decir impertinencias? GÓMEZ: Señora, ¿cuándo ha sido impertinente hablar poéticamente? LUCRECIA: Siempre lo fue, y más agora. GÓMEZ: Venga en buen hora el valor que esta casa estima y precia.
Salen doña ANA e INÉS por otra puerta
ANA: ¿Siempre está, doña Lucrecia, vuestro escudero de humor? LUCRECIA: No le puedo ir a la mano. GÓMEZ: (A la lengua ha de decir.) Aparte LUCRECIA: ¿Me venís a persuadir lo que otras veces? ANA: Si es sano mi consejo, ¿no queréis, amiga, que os persüada? Mejor estaréis casada. Hacienda y sangre tenéis, juventud y gallardía. Lucrecia, tomad estado. Vuestro tío me ha envïado. LUCRECIA: Doña Ana, en vano porfía el consejo de mi tío. Propóneme un caballero a quien me incliné primero, y usando de mi albedrío le aborrecí y olvidé, venciendo la inclinación con la luz de la razón. ANA: Decid, ¿cómo? LUCRECIA: Sí, diré. Antes que el sol madrugase en las auroras de mayo, cuidando de mi salud muchas veces salí al campo, y como suelen decir que alienta sobre el blanco cualquier color fácilmente. aunque sea extraordinario, yo llevaba en blanco el pecho, sin amoroso cuidados; y dispuesto a que el Amor hiciese en él algún rasgo. En Término de pintores, llevaba el pecho imprimado para que el Amor hiciese algún dibujo gallardo. Una, pues, de estas mañanas entre las fuentes del Prado, donde trepan los cristales por columnas de alabastro, airoso vi a un caballero haciendo mal a un caballo, tan fogoso que a no ser repetido en los teatros, dijera que era cometa, o relámpago animado, o que fue aborto del Betis, ni bien bruto, ni bien rayo. Pero esto es ya muy común. Al dueño del bruto paso y digo que era pintura del joven Adonis cuando fatigaba monte y fieras, siendo también un retrato del celoso Marte, al fin, como de fuerza o de grado, quiere Amor tener imperio en los afectos humanos, a mirarle me inclinó curiosamente y despacio; mas viendo que en el camino nuestros ojos se encontraron, discurrí; que el caballero también estaba inclinado, o que creyó que encubría beldad rara el sutil manto. Con unos mismos deseos al Prado salimos ambos otras mañanas, y en fin, como a los ojos un sabio llamó retóricas lenguas porque mudos revelaron al corazón los secretos a que no se atrevió el labio, en los suyos conocí el regocijo y aplauso con que miraba, diciendo: "Mi dueño está enamorado". Viendo, pues, que mis antojos, o ya ciegos o ya vanos, me despeñaban, no quise que amor creciese, triunfando de mi albedrío, y aquí se ofreció, doña Ana, un caso que de mi pecho barrió las amenazas y amagos de amor, que aun no fueron flechas. Vergüenza me da contarlo. Para la huerta del Duque traían seis toros bravos por San Blas; y el alboroto de la plebe iba causando más temores que las fieras. Hallábame yo en el paso. Vi a mi amante, consoléme, y creyendo que don Sancho de Mendoza --éste es su nombre-- con el sombrero calado, como dicen, y terciada la capa, puesta la mano en la espada, con valor se me plantara a mi lado, pálido le vi, y corriendo se fue a tomar el caballo que dejo para seguirme, en quien subiendo turbado, huyó del tropel confuso de aquellos brutos que mansos por ir juntos y con vacas sin ofenderse pasaron. La tempestad fenecida, se apareció, preguntando cómo me fue; pero yo con el silencio y el manto que hasta el pecho derribé, sin que de él hiciese caso, mi sentimiento mostré. Informéme más despacio de sus costumbres y supe que aunque es rico y es hidalgo muy principal, quiere más su vida que su honra. Espanto me da; que siendo Mendoza, sea cobarde. No ha sacado el acero en ocasiones en que debiera sacarlo jamás, según me refieren. ¡Oh, qué noble tan villano! Corrida y libre de amor, aunque malévolas astros me inclinaban, di lugar que pretendiese un indiano mi casamiento. Éste vino con ochenta mil ducados del Perú, tan cuerdo y noble como rico y cortesano; pero éste tiene también otro defecto tan malo; que es miserable en extremo. De él me cuentan que es esclavo de su plata, y su familia se cifra en sólo un mulato. Hay cuentos de su miseria y avaricia tan extraños que me han quitado el deseo de casarme. Un hombre avaro y un cobarde me festejan. ¡Qué dos ánimos bizarros para mi humor! ¿Yo mujer de hombre que vuelva agraviado tal vez a casa? ¿Yo esposa de quien por ídolo vano tiene al oro? ¡No en mis días! Tan generoso y gallardo mi dueño ha de ser, que sea un César y un Alejandro. Sin ánimo y sin valor mal será el marido amparo de la mujer, honra, dueño, guarda, defensa, regalo, vida, consejo, cabeza, mitad, unión, pompa, fausto, gala, estimación, lisonja, alma, bien, gusto y descanso. ANA: ¿Valentón le quieres? Di. LUCRECIA: No le quiero de ese nombre, pero el hombre ha de ser hombre que sepa volver por sí. Porque siendo conveniente, la vida se ha de arriesgar sin recelo; que el guardar el honor es ser valiente. ¿Y qué importa la riqueza si no se goza la vida? ¿Yo he de vivir deslucida? ¿Yo vivir con escaseza porque juegue mi heredero? ¡Eso no! No quiero esposo tan bárbaro y codicioso que idolatre en su dinero. ANA: Pues, si algo no disimulas, no hallarás hombre perfecto. ¿Quién no tiene algún defecto? GÓMEZ: Eso dicen de las mulas. LUCRECIA: Faltas hay, tales que son llevadas sin pesadumbre: unas son de la costumbre y otras de la condición. Y aquéstas sin aspereza pueden llevarse sin duda; que el veloz tiempo las muda; pero si Naturaleza las ha dado, es imposible que se enmienden. GÓMEZ: ¡Bien ha dicho! ANA: Todo tu gusto es capricho. Humor tienes invencible. De ver que incasable seas, aun tus crïados se admiran. Cosas hay que si se miran de lejos parecen feas; mas, de cerca y conocidas, son apacibles y hermosas. De esta suerte hay muchas cosas que nos asombran oídas y llegando a conocellas, echamos de ver que son disfamadas sin razón. Pequeñas son las estrellas desde lejos, y diamantes se nos antojan, o flores, y dicen que son mayores que la tierra. Dos amantes de mi dote y opinión me sirven y yo resisto de modo que aun no me han visto la cara. Por relación me pretenden y pasean, pero siempre me he tapado en viéndolos. Con cuidado he andado en que no me vean. Yo, Lucrecia, he de casarme, pues rica aunque fea nací. Siendo señora de mí, nunca pienso enamorarme. Mi casamiento he de ser por concierto y elección. Hasta agora estos dos son mis amantes, y escoger quise en ellos y he sabido una falta en cada uno con que no admito a ninguno. Así es los he aborrecido. Un don Juan es uno, amiga, que anda sin aire y así tan descuidado de sí que a no estimarle me obliga. ¿A qué mujer de buen gusto en esta corte ha agradado marido desaliñado? No lo puedo ver. LUCRECIA: Ni es justo. ANA: Es el otro un don Fernando de Moncada, y he sabido que es muy necio y presumido y que habla siempre jugando del vocablo o por rodeos y metáforas, de modo que es hombre exquisito en todo, y así he tenido deseos de hablar con él. LUCRECIA: No lo intentes. ANA: Mi Lucrecia, examinemos la noticia que tenemos de estos cuatro pretendientes. Hablémosles con cuidado. Quizá el necio es encogido, el cobarde cuerdo ha sido, sin arte el desaliñado, el avariento guardoso, y por esto los disfaman. GÓMEZ: Eso piensan los que llaman decidor al mentiroso, secretario al escribano, al ciego, corto de vista, y moreno al negro. ANA: Embista el despejo cortesano a hacer experiencia fiel de éstos que nos han querido. INÉS: Siguiéndonos ha venido don Fernando, y un papel me dio. ANA: ¿Por qué le tomaste? LUCRECIA: Inés hizo bien. Veamos el papel, pues deseamos saber a quién te inclinaste.
Lee
Con el descrédito de la confianza y valimento de mi amor, es fuerza que esté minorada la monarquía de mi libertad, y supeditada la razón con deseos intrínsicos, y superiores al infausto semblante de mi osadía en fúnebres desaciertos, pero los alientos de la esperanza dan vigor al lucimiento de mis pretensiones si esa luminosa faz me vaporiza algún favor atractivo. De Vuestra Merced, y tan suyo que no es suyo, porque a ser suyo sin ese cuyo, no supiera con tal cuyo, si era mío o si era suyo. LUCRECIA: ¡Ay, amiga, mentecato de cuatro costados es! INÉS: Él vuelve. ANA: Llámale, Inés. LUCRECIA: No conviene a mi recato que entre en casa. GOMÉZ: Yo me obligo a que entre sin entender el misterio. De un poder ha de entrar a ser testigo y yo me finjo escribano. ANA: Ponte mi manto, que así ha de tenerte por mí. Con el valor soberano de tu ingenio y hermosura, quiero que asombro le des. El por qué diré después.
Pónese el manto LUCRECIA
Entra a ser de una escritura testigo, señor galán, y perdone.
Dentro
FERNANDO: Yo recibo sumo honor. GÓMEZ: (Mientras escribo, Aparte sepan si es tonto.)
Sale don FERNANDO
FERNANDO: El imán de esa voz atraerme pudo. (Rendida a doña Ana dejo. Aparte Obrando va el papelejo, ¡pero tal es él de agudo!) LUCRECIA: (¿A éste caballero llamas? Aparte Con razón necia te digo.) FERNANDO: ¿No valgo para testigo de rescriptos? ¿Qué hacen, damas? LUCRECIA: Para cosas diferentes son testigos tan felices.
Escribe
GÓMEZ: Obligo bienes raíces, los bienes y semi-bienes. FERNANDO: El portátil aposento que los cuadrúpedos tiran infaustos, seguí, y no giran relámpagos en el viento como esos ojos radiantes con quien intervalos tuve por el manto, opaca nube que gusanos sibilantes labraron, nocturnos velos del manto, ausentando vaya la luz abscondita, y haya manifestación de cielos. Ana, que puede ser Ana del tapiz más celestial, Anajarte, Ana inmortal, ¿eres Dïana? Di, Ana. LUCRECIA: Amiga, ¿en qué me has metido? Este necio me marea. ANA: Da lugar a que te vea. GÓMEZ: Y dio su poder cumplido. LUCRECIA: He excusado que me vieses con porfía de mujer, pero esta vez has de ver a doña Ana de Meneses. Verme y dejarme. No quiero paseos ni pretensiones; ni ha de causar opiniones a mi amor tal caballero. Seguir mi coche y rondar continuamente mi puerta no ha sido acción en que acierta quien sabe tan bien hablar. FERNANDO: Rígida, señora, fuisteis, y ya benévola estáis. De rayos me circundáis después que ese cielo abristeis. Vuestra raridad admiro, turbida y fea os mintió la fama, y después que yo, sin obstáculos os miro, digo que sois una dea y que están mis pensamientos difusos y turbulentos. ¡Feliz quién os galantea! ¿Con qué cara he de dejar de estar viendo cara a cara la hermosura de esa cara que cara me ha de costar? LUCRECIA: (Respóndole por su estilo.) Aparte Valor tan acreditado estrépita me ha dejado. Frases y ambajes afilo para exprimir elocuente valimentos vigorosos, descréditos noticiosos que en la idea y en la mente alternando melodías dan nocturnas invasiones, infaustas infestaciones y graves soberanías. Y con esto irse podrá porque con esto y sin esto en esto estás, y por esto ésta seré si se está. FERNANDO: ¡Oh, qué lenguaje almicida! Duplicado me perdí. ANA: Échale, Gómez, de aquí; que estoy de verle corrida.
Lee
GÓMEZ: Esto está hecho en la villa Madrid, a treinta y cuatro del mes de febrero. Ante mí, el presente escribano, y el infrascripto testigo a quien doy fe que conozco, pareció la señora doña Lucrecia de Castro que es ésta y obligando su persona y bienes, habidos y por haber, dijo que vendía y vendió una uña de la gran bestia, como el señor don Fernando es testigo, a la señora doña Ana de Meneses, que es ésta; y porque la dicha bestia, no quitando la presente, no parece de contado, renunció las leyes de la mancomunidad y dando su poder in solidum a cuales quier justicias, dijo que decía y cedió la dicha bestia como esta escritura nota, y por no saber firmar rogó a un testigo que firmase por ella. Firme, Vuestra Merced, y váyase; que ya no hay qué hacer. FERNANDO: Testigo Fénix, ¿no es vano? ¿No ocurre otro? GÓMEZ: Cuando es como vos, vale por tres. FERNANDO: No es estulto el escribano. Venga el calino ansarino. Subminstre con primor etïópico color a ese vaso cornerino. GÓMEZ: (La pluma y tintero entiendo Aparte que el señor Moncada dice).
Sale don JUAN
JUAN: (Ya me he atrevido. Bien hice. Aparte El coche vine siguiendo y escuché que a don Fernando llamaban, ¡oh suerte dura!, para hacer una escritura y aun él mismo está firmando. ¡Vive Dios! Que se desposan y las escrituras hacen. Todas mis máquinas yacen. En vano mis ansias osan trepar por el viento. Fue mi esperanza vanidad.) FERNANDO: Escriturario, tomad la péndola. Ya firmé.
Lee
GÓMEZ: Don Fernando Fernández de Moncada por naturaleza, y Meneses por gracia. FERNANDO: Dos conceptos son agudos. Eso es firmar y decir. GÓMEZ: (Aquí arriba he de escribir Aparte que me debe cien escudos este mentecato.) JUAN: (¿Cuándo Aparte no elige mal la mujer?) LUCRECIA: Aquí no tenéis qué hacer. Idos, señor don Fernando. FERNANDO: Quedaros diréis mejor, pues en quedar ha qué dar; que dar el alma es quedar. Quedando, quedó el rigor y quedándome un favor, quedo quedando en quedar, y por esto ha de decirse: ir y quedar y con quedar partirse.
Vase
JUAN: (Éste es necio con ventura. Aparte Ya mi pecho es un volcán.) ANA: ¡Ay, amiga, éste es don Juan. LUCRECIA: Pues, prosigo mi figura. JUAN: A daros la enhorabuena con envidia y con cuidado, señora doña Ana, he entrado; aunque estás en casa ajena. Si un simple de vuestro esposo las escrituras firmó, fuerza fue que muera yo si no vengado, envidioso... LUCRECIA: Iguales estáis los dos en lo que habéis motejado; que el otro es desaliñado en lo que habla como vos en lo que vestís. JUAN: Ya abona a un necio vuestro favor. Señas son de injusto amor. LUCRECIA: Enderezad la valona. JUAN: Donde vive Amor, no hay arte; mas los vuestros son desvelos para divertir mis celos. LUCRECIA: Levantad el talabarte. JUAN: Casada estáis. Los recatos del manto podéis perder dejándoos, señora, ver. LUCRECIA: Despabilad los zapatos. JUAN: Si burláis, burlo también, y aunque grosería sea: quien tiene fama de fea no ha de usar de ese desdén con quien haciendo fineza, no habiéndoos visto, os adora porque conoce y no ignora vuestra virtud y nobleza. LUCRECIA: Pues, don Juan, para que os vais enfadado, y me dejéis y mi calle no paséis, quiero que ya me veáis; cesen vuestras pretensiones. Una nuestra falla sea; que también tiene una fea desaliño en las facciones.
Descúbrese
JUAN: Hasta aquí no he visto el día; con envidia habla la fama. Ya supe que el mundo os llama la fea por ironía. En veros me sucedió con espanto y sin sosiego lo que refieren de un ciego que ver el sol deseó. En medio una noche fría vista cobró, y una estrella adoró como a luz bella pensando que el sol sería. Salió la luna después, y admirado, aquel rabí dijo a voces: "Ésta sí la hermosura del sol es". Pero amaneciendo luego, como al sol natural vio, tanto su luz le pasmó que otra vez se quedó ciego. LUCRECIA: No estáis, don Juan, bien aquí; que estamos en casa ajena. Idos luego en hora buena. JUAN: Obedezco y voy sin mí. GÓMEZ: Cierto prelado tenía, señor don Juan, dos crïados sucios y desaliñados, y aunque santo, les decía: "Enamoraos, puercos". JUAN: Pues, y con eso, ¿qué hay probado? GÓMEZ: Que no estáis enamorado. JUAN: Un prodigio mi amor es.
Vase
LUCRECIA: ¿De qué importancia fue, amiga, esta invención? ANA: Cosa es cierta que puede andar descubierta sin que ninguno me siga de los dos. LUCRECIA: Y por librarte de tus amantes así, que me persigna a mí? ANA: Estos no han de pasearte. LUCRECIA: ¿Defiéndeme tú, por Dios, de los míos? ANA: Sí, lo haré porque ya el remedio sé. ALDONZA: Y en la calle están los dos. LUCRECIA: Excusemos tales bodas. Ni nos festejen, ni obliguen. GÓMEZ: Cuatro figuras nos siguen; descartémoslas hoy todas.
Vanse. Salen ALVARADO y don SANCHO
ALVARADO: El Capitán Alvarado soy, y de las Indias vine a que el duelo determine nuestro amoroso cuidado. Vos, don Sancho de Mendoza, a Lucrecia amáis. No ignoro vuestra intención. Yo la adoro y ninguno favor goza. Por ser dos, nos estorbamos el uno al otro, y así quede decidido aquí cuál la ha de servir. Riñamos. SANCHO: Si apacible no la vemos, necedad se ha de decir, que vengamos a reñir por cosa que no tenemos. Ni yo favores recibo ni vos, y si sucediere que el que más le agrada muere, ¿cómo ha de quedar el vivo? Aborrecido. Y es justo. No riñemos a sus ojos ni le causemos enojos. Muriendo el que es de su gusto, ¿qué puede ser? ALVARADO: Pues, no os halle más aquí mi competencia o no escuséis la pendencia. SANCHO: ¿Y es fineza que en su calle riñan dos enamorados? Locura será, no brío. ALVARADO: Pues, al campo. SANCHO: ¿Desafío y morir descomulgado? Pienso, señor Capitán, que hacemos mal. ALVARADO: Pues, ¿qué medio ha de dar corte y remedio a que su amante y galán sea uno solo? ¿No es llano que ha de decirlo la espada? ¿Para cuándo está guardada? SANCHO: (Apretante es el indiano.) Aparte Reportaos, señor, por Dios. Cuerdo soy y así resisto. ¿Dónde a Lucrecia habéis visto? ALVARADO: En el Prado como vos. SANCHO: Yo vi en casos semejantes que suelen ir a la dama y ella declara a quién ama dando paz a los amantes. ALVARADO: A las comunes mujeres se va con demandas tales, no a mujeres principales. SANCHO: (¡Oh, qué colérico eres!) Aparte A mí, señor, se me ofrece para entrar allá ocasión, y en nuestra conversación se verá a quién favorece. ALVARADO: (Éste es cobarde y hacerle Aparte algún donaire podré que descrédito le dé.) SANCHO: (Éste es mísero. Ponerle Aparte en ocasión de gastar será descubrir su falta.) ALVARADO: Si habemos de entrar, ¿qué falta? Llegad, don Sancho a llamar.
Sale GÓMEZ
SANCHO: Señor Gómez, mi señora doña Lucrecia, ¿está en casa? GÓMEZ: ¡Ay, no sepa lo que pasa; que me engañó la traidora de Aldonza. A un ardiente rayo mi señora hará molerme si sabe que mientras duerme las mañanicas de mayo vamos al Prado. SANCHO: No entiendo.
Sale ALDONZA
ALDONZA: ¿Qué es eso, Gómez? GÓMEZ: Tus cosas atrevidas y engañosas; que ya se van descubriendo. ALDONZA: ¡Señor, don Sancho! ¡Señor Capitán! ¡Por Dios, les ruego que pues burla ha sido y juego y son hombres de valor, no descubran lo que pasa. ALVARADO: Esto, ¿qué misterio tiene?
Sale ANA
ANA: ¡Hola! GÓMEZ: Mi señora viene. Ella nos echa de casa. ANA: Caballeros, ¿qué mandáis? ALVARADO: A la señora Lucrecia buscamos. ANA: ¿No avisáis, necia? Hablando con ella estáis. SANCHO: Doña Lucrecia de Castro decimos. ANA: La misma soy. ALDONZA: Ellos dos sacaron hoy nuestro embuste por el rastro. ANA: A los dos confusos miro y a los dos turbados veo. Saber la causa deseo. Ea, de nada me admiro. Decid la verdad. GÓMEZ: Señora, nuestra culpa fue pequeña. Mari-Ramírez la dueña es, a veces, embaidora. Estas mañanas de abril salimos mientras dormías hacia el Prado algunos días y ella en vez de su monjil vestidos tuyos se puso; que eras tú misma fingimos, los dos sirviéndola fuimos porque dijo que es ya uso que haya abrilas como mayas. Viéronla estos dos soldados y andan medio enamorados de Mari-Ramírez. No hayas pesadumbre. ANA: Caballeros, si a mí os venís a quejar de este engaño, castigar sabré en mi casa embusteros sin que disculpa les valga; que esto en ella no se enseña. ¡Hola! INÉS: ¿Señora? ANA: A esa dueña. INÉS: Señora Ramírez, salga.
Sale LUCRECIA de dueña
LUCRECIA: ¿Fue buey de hurto salir de máscara al Prado un día? ¿Tanta fue la alevosía que he cometido en fingir que era mi señora yo para que a quejarse vengan dos barbados y que tengan a injuria que los burló una pobreta mujer? ANA: La ofendida soy, no ellos. Yo os cortaré los cabellos; y esas tocas, que han de ser honra de mi estrado, ya no serán vuestras. Inés las traerá; que cuerda es, o Aldonza se las pondrá. Perdonad, y yo, en buena hora, ya mi enojo la corrige. GÓMEZ: ¿Ramírez, no se lo dije? ALVARADO: ¡Más belleza tiene agora! ¡Vive Dios! ¡Que tiene así tan celestial hermosura! ¡Que le faltase ventura a tal ángel! Al sol vi cuando en círculos se mueve cercando sus luces francas piélagos de nubes blancas que están preñadas de nieve. Más beldad, más gallardía con las tocas tiene; tanto que cuando del negro manto de la noche sale el día, y entre dos nevadas rocas descubre el sol su hermosura, es una sombra y pintura de este manto y de estas tocas. SANCHO: Mi inclinación es mayor; mas, ¿qué importa que nobleza le falta, si es la belleza objeto del amor? Cisne de cándidas plumas entre sombras ha salido, clavel de grana ha traído sobre cristales y espumas. Manto y tocas son de suerte que en ellos ve el alma mía, concha y perla, noche y día, nubes y sol, vida y muerte. ANA: Pues, ya estáis desengañados, gentiles hombres. No os halle otra vez en esta calle con pretensión y cuidados. SANCHO: ¡Válgate el cielo por dueña! Junto a Lucrecia pareces que eres alba que amaneces; mas, ¡ay, que Amor te despeña! Señora capitán, yo quiero hablar a solas, lugar si mandáis, me podéis dar. ALVARADO: Eso imagino, primero. Que os vais me importa. No dudo que lo hará tal cortesano. SANCHO: (¡Válgate Dios por indiano Aparte pertinaz y cabezudo!) Con gracia fuimos burlados de esta crïada yo y vos. Dotémosla entre los dos. Yo la mando mil escudos. ALVARADO: (¡Qué extraña proporción! Aparte Loco este hombre debe ser o no ha llegado a saber lo que mil escudos son.) Con dádivas no obligamos a mujeres principales. SANCHO: Fineza es ser liberales. ALVARADO: Mejor será que riñamos. SANCHO: ¿Qué provecho o qué valor se le sigue del reñir? ALVARADO: Verá el acero lucir. SANCHO: Darémosle y es mejor. ALVARADO: Animo y cólera ardiente en amor del hombre inflaman. SANCHO: También magnánimo llaman al que da, como al valiente. ALVARADO: Marte no ha tenido igual. SANCHO: Júpiter oro ha llovido. ALVARO: Valiente César ha sido. SANCHO: Y Alejandro liberal. ALVARADO: ¿Qué no pudieron amagos? SANCHO: ¿Qué no penetraron joyas? ALVARADO: Valientes abrasan Troyas. SANCHO: Pródigos vencen Cartagos. ALVARADO: Franco es un prado y un valle. SANCHO: Invencibles son las peñas.
En medio
GÓMEZ: Dádivas quebrantan dueñas, dice el refrán. LUCRECIA: Gómez, calle. ALVARADO: Dadme, señora, licencia de no sufrir demasías.
Saca la espada
SANCHO: Necio estuve; las porfías siempre paran en pendencia. Señor capitán, con vos no hay enojo que me cuadre, y por vida de mi madre que habemos de ser los dos amigos. Quedaos a solas. LUCRECIA: (¡Ay, amiga, ¿madre tiene?) Aparte SANCHO: (¡Mal haya aquél que se viene Aparte sin un jaco y dos pistolas.)
Vase SANCHO
ALVARADO: Señora doña Lucrecia, mi grande amor os suplica que atendáis a una razón que el aliento y él me dicta. Atrevíme al oceano; fui a las antárcticas Indias, tumbas del sol; que por eso en ellas tiene escondidas sus riquezas. Truje algunas que la industria y la fatiga me dieron, por no decir la tierra, el mar y la dicha. Si agora al tomar estado, elijo mujer altiva de pensamientos, por noble, de sangre ilustre y antigua, claro está que ha de querer gran fausto, mucha familia, coche, plata, estrado, dueñas, pajes, grande casa y silla, y, en tiempos tan apretados, es forzoso la rüina de mi hacienda, y así quiero mujer humilde y sencilla, casera, y que se contente con modesta pasadía sin altiveces soberbias. Mari-Ramírez es digna de gobernarme mi hacienda. Ya yo sé que es mujer limpia y honrada; que eso le basta para madre de familias. LUCRECIA: (¡Malos años! Aun no pudo disimular su avaricia.) ANA: Con ella debe tratarse. Yo quedo bien advertida. ALVARADO: Pues, Gómez tome a su cargo disponerlo. Si acredita mi pretensión, yo le mando unas gentiles albricias. GÓMEZ: ¿Y no hay algo de contado? ¿Por qué esperara al Mesías quien futura sucesión de nada quiere en su vida? ALVARADO: No faltará algún socorro y en buen moneda.
Saca una bolsilla con muchos nudos
GÓMEZ: Obliga tan generoso animazo a que el mundo se le rinda. (¡Oh, que enana que es la bolsa! Aparte Doscientos nudos le quita. Ya no espero verla abierta. Bien la bolsa significa la miseria de su dueño. ¡Ya sale el preso!) ALVARADO: Reciba, buen Gómez, este real y en plata; mas por su vida que no lo trueque sin premio. GÓMEZ: Los años del Fénix viva tan liberal Alejandro. ¿Eres Príncipe? ¿Eres Midas? ¿Eres el gran Tamorlán? ALVARADO: ¡Qué beldad tan peregrina!
Vase ALVARADO
GÓMEZ: Gracias a Dios; que ya hay una dueña en la corte bien quista. LUCRECIA: ¿Qué te ha dado? GÓMEZ: Este real pechelí... LUCRECIA: Doña Ana, amiga. Doña Ana, al arma desde hoy contra esta fiera cuadrilla de amantes tan imperfectos. No te festejen ni sigan un necio, un desaseado, ni a mí un cobarde me sirva ni un avariento me quiera porque es injuria y desdicha.
Vanse todos

FIN DEL ACTO PRIMERO

Cuatro milagros de Amor, Jornada II


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

Volver a la lista de textos

Association for Hispanic Classical Theater, Inc.


Actualización más reciente: 27 Jun 2002