LA QUINTA DE FLORENCIA

Lope de Vega

El texto de LA QUINTA DE FLORENCIA presentado aquí está basado en la edició príncipe en la SEGUNDA PARTE DE LAS COMEDIAS DE LOPE DE VEGA CARPIO... (Madrid: Alonso Martín, 1609) con el apoyo de las impresiones que la seguían. El texto, tan generosamente regalado a esta biblioteca electrónica por Debra C. Ames, fue preparado por ella en forma electrónica en el curso de sus investigaciones. Luego fue editado según las normas de esta colección y trasladado al sistema HTML por Vern G. Williamsen en 1996.


Personas que hablan en ella:

JORNADA PRIMERA


Salen el Duque de Florencia, ALEJANDRO; CARLOS, caballero; OTAVIO, caballero; CÉSAR, secretario, de noche
ALEJANDRO: ¡Hermosa ciudad Florencia! CARLOS: Después que eres su señor, tiene Florencia valor, y hace a Roma competencia. ALEJANDRO: Como de día no puedo verla por mi autoridad, o porque a la gravedad de mis cosas tengo miedo, de noche con mejor modo veo cosas que ha de ver un príncipe, que ha de ser un Argos que vele en todo, que éstas, por ser tan pequeñas, no llegan a mis oídos. OTAVIO: Con hechos esclarecidos al común gobierno enseñas: República venturosa la que tal entendimiento ha puesto en orden. ALEJANDRO: Mi intento no aspira a historia famosa, sino sólo engrandecer la patria. CARLOS: Gente atraviesa a alguna amorosa empresa: un hombre y una mujer.
Entra CELIO y una mujer con manto
CELIO: No está lejos mi posada, y con buena colación, con un corte de jubón, volveréis menos airada. Echad por aquesta esquina. MUJER: Tengo una madre tan vieja, que me riñe y aconseja bien diferente doctrina. Pero ¿qué se puede hacer? Ya, señor, topé con vos. OTAVIO: Celio es el hombre, ¡por Dios! ALEJANDRO: ¿No conocéis la mujer? OTAVIO: Veamos por su arrogancia en qué princesa tropieza. Basta saber la flaqueza, no sepáis la circunstancia. CELIO: No querría que saliese el Duque: echad por aquí. MUJER: Pues ¿sale de noche? CELIO: Sí. Pesaríame que os viese.
Vanse los dos
OTAVIO: Ya lleva Celio esta noche con quien podella pasar. CARLOS: Mañana me ha de contar que es dama de estrado y coche. ¿Cuántas hay que las encuentran en medio de aquesa calle, y que con bueno o mal talle, a tiento en sus manos entran? Y dejándole la cama como hospital, tales son, que luego en conversación dice: "¡Ah, qué buena dama aquesta noche gocé! ¡Qué manos, qué olor, qué pechos!" dejándonos satisfechos de que Elena o Porcia fue, y todo el día se están rascando, y lo he visto yo, las reliquias que dejó en la camisa al galán. ALEJANDRO: Según eso, a la mañana querrá Celio razonar. CARLOS: Dos hombres veo pasar mirando aquella ventana.
Salen HORACIO y CURCIO, vestidos de noche
HORACIO: Si no os importa, señor, mucho, estar en este puesto, dejadle os ruego, y sea presto, que es interés de mi honor. CURCIO: Lo mismo quise ¡por Dios! pediros. HORACIO: Pues fui el primero, haced luego, caballero, lo que yo hiciera por vos, o habráse de remitir a las armas. CURCIO: No es posible; yo estoy bien. HORACIO: Pues ni imposible será dejar de reñir.
Meten mano
ALEJANDRO: Allí riñen; mete paz. OTAVIO: ¡Paso, ténganse! HORACIO: Si acaso no llegaran.... CURCIO: ¡Paso, paso, que estáis ya muy pertinaz! ALEJANDRO: Si aquesto el Duque supiera, bien sabéis que se enojara. HORACIO: Pues si el Duque nos mirara, ¿cuál hombre un hora viviera? ALEJANDRO: Pues, haced cuenta que os mira, y andad con Dios. HORACIO: ¡Qué prudencia! CURCIO: ¿Si es el Duque? HORACIO: En la presencia le parece. CURCIO: Al mundo admira.
Vanse HORACIO y CURCIO
CARLOS: Música viene, señor; la música es don del cielo, de los trabajos consuelo, y estafeta del honor. Es para el entendimiento aire regalado y manso, es de las penas descanso, y de la tristeza aumento. La misma gloria en que está, el mismo gusto que encierra, no tiene cosa en la tierra que más parezca de allá.
Salen dos MÚSICOS cantando
MÚSICOS: "El valeroso Alejandro de Médicis, que al de Grecia quitó la gloria en la paz y la ventura en la guerra, con el estandarte santo del que la nave gobierna del gran Vicario de Cristo, y las armas de la iglesia, fue en Florencia el primer Duque, y a no ser sola Florencia mayor conquista en el mundo, segundo Alejandro fuera; que la espada y la ciencia le dio Apolo en la paz, Marte en la guerra. ALEJANDRO: ¡Notablemente han cantado! La letra me ha satisfecho, no porque nunca en mi pecho lisonjas hayan entrado, mas porque está bien escrita. CARLOS: No ha pintado mal tu historia el poeta. ALEJANDRO: Con mayor gloria su voz me anima e incita. OTAVIO: Lo mismo Alejandro hacía, que en cualquier combate fiero, o leía un rato a Homero, o alguna música oía. ALEJANDRO: Dadle esos cien escudos en esa bolsa. OTAVIO: ¿Qué digo, señores? MÚSICO 1: ¿Quién es? OTAVIO: Amigo, como a las veces los mudos alcanzan de los señores más que los que voces dan, en este bolsico van cien escudos. MÚSICO 2: Que tú ignores que somos hombres, me espanto, que tenemos de creer, que eso pueda merecer la humildad de nuestro canto. OTAVIO: Aquel Duque os los da. MÚSICO 1: ¿El Duque? OTAVIO: Sí. MÚSICO 1: Dios le guarde. OTAVIO: Acudid allá a la tarde. MÚSICO 1: ¡Qué Alejandro! MÚSICO 2: Así lo es ya.
Vanse los MÚSICOS
ALEJANDRO: ¿Sabéis en qué he parado? En que aquesto ha sucedido, y habemos visto y oído, César palabra no ha hablado. Ni se rïó viendo al loco de Celio con la mujer, ni al reñir quiso poner mano a la espada tampoco. Y agora que oyó cantar, no alzó la vista ofendida. César, habla, por tu vida, César, no dejes de hablar. ¿Qué tienes, César amigo? ¿Hay, por ventura, quien tenga tus partes, y agora venga a privar tanto conmigo? ¿De qué nace la tristeza? Tu amigo soy. CÉSAR: Gran señor, yo pienso que este rigor es propia naturaleza. Tres suertes hay de este mal: ocio, tristeza y la mía, que es una melancolía y una enfermedad mortal. Es el ocio suspensión en que está el mismo sentido sin moverse detenido, ni tener humana acción. Es la tristeza tener por qué estar triste, que un hombre sabe de su mal el nombre, y viénese a entristecer. La fiera melancolía es estar triste sin causa; digo, sin la que se causa de sangre, como la mía. Doy palabra a vuestra alteza, que no sé más ocasión. ALEJANDRO: Causa tus estudios son, César, de tu gran tristeza. No escribas más: dale Atilio mis papeles; tu virtud estima, y a tu salud quiero que se ponga auxilio. Yo pensé que te alegrara la casa que fabricaste junto a Florencia. CÉSAR: Y pensaste bien, ¡oh, nunca yo la labrara! ALEJANDRO: ¿Qué dices? CÉSAR: Que si no fuera por ella, me hubiera muerto; tanto me alegra el desierto, tanto la corte me altera. ALEJANDRO: Pues, si estás mejor allá, vete por algunos días. CÉSAR: No pensé que me darías licencia. ALEJANDRO: Ésa tienes ya. CÉSAR: Beso los pies a tu Alteza.
[Habla OTAVIO aparte a CARLOS]
OTAVIO: (¿Si está enamorado? CARLOS: No, pues que licencia pidió para aumentar su tristeza.) ALEJANDRO: ¿Qué tratáis? CARLOS: Pensaba Otavio que César amor tenía, porque no hay melancolía de más rigor que su agravio. ALEJANDRO: No, porque si lo estuviera, no gustara de salir de Florencia, ni vivir donde a su dama no viera. Quédate, Otavio, con él; yo fingiré que me voy, y sabe lo que es. OTAVIO: Yo soy su amigo, y el más fïel, y pienso que me dirá la ocasión, si alguna tiene. ALEJANDRO: Carlos. CARLOS: Señor. ALEJANDRO: No conviene que nos detengamos ya, que aguardará quien sabéis. CARLOS: Vamos, señor. CÉSAR: Y nosotros, ¿no iremos? ALEJANDRO: Quedaos vosotros, o entreteneros podéis, que este negocio es secreto.
Vanse ALEJANDRO y CARLOS
OTAVIO: ¿Por qué piensas que se ha ido el Duque? CÉSAR: ¿Está desabrido conmigo? OTAVIO: No, que es discreto. CÉSAR: Pues ¿por qué? OTAVIO: Porque supiese por qué causa triste estás. CÉSAR: ¡No me faltaba a mí más de que el Duque lo entendiese! OTAVIO: Luego, ¿no sabré lo que es? CÉSAR: Debajo de juramento de callar mi pensamiento, o que palabra me des de caballero y amigo. OTAVIO: Yo la doy, y cuanto puedo juro; habla, pierde el miedo y declárate conmigo. CÉSAR: Otavio, yo estoy enfermo. OTAVIO: ¿De qué mal? CÉSAR: No sé qué mal; basta saber que él es tal, que ya ni como ni duermo. OTAVIO: ¿Es accidente, o dolor? CÉSAR: Todo lo debe de ser. OTAVIO: Mal dormir, y peor comer, suele proceder de amor. Estarás enamorado, que esto nace de su impulso. . . . . . . . . . . CÉSAR: Al corazón me has tocado. OTAVIO: Pues ¿de quién, cómo o adónde, que de Florencia te vas? ¿Trátante mal? CÉSAR: Tú sabrás, que un gran mal mi bien esconde. OTAVIO: ¡Válgame Dios! que me has hecho pensar cosas que me ofenden. CÉSAR: No creas tú que se entienden los secretos de mi pecho. OTAVIO: Duda pongo en tu lealtad: algo quieres imposible. CÉSAR: Antes en ser tan posible está la dificultad. OTAVIO: ¡Volverme has loco! CÉSAR: No quiero, sino que sepas mi daño. OTAVIO: Habla. CÉSAR: Oye el desengaño. OTAVIO: Escucho. CÉSAR: Espera. OTAVIO: Ya espero. CÉSAR: Labré una hermosa quinta una legua de Florencia, Otavio, a orilla de un río que sus campos hermosea. Puse en ella dos jardines que a Babilonia pudieran dar envidia en artificio, árboles y flores bellas. Puse cuatro hermosas fuentes con mil copas de Amaltea, de pórfido y de alabastro, y de varios jaspes hechas, por cuyos dorados caños vertía un arca secreta, mil pedazos de cristal y muchas perlas deshechas. Puse famosas pinturas de aquel artífice en ellas, que en el pincel y en el nombre es un ángel en la tierra. Allí mil ninfas desnudas daban con sus carnes bellas imaginaciones locas entre soledades necias. Miraba a Venus y Adonis una tarde en una siesta, él con un bozo dorado, y ella con doradas trenzas. Allí en el suelo el venablo, con las borlas de oro y seda, y los perros, de calor, sacando al aire las lenguas. Cupidillo, que jugaba con un carcaje de flechas, --yo pienso que aunque pintado, es discreción que se tema-- diome deseo de amar una mujer como aquélla si la hallase hoy en el mundo, quiero decir, en Florencia. Vine a la ciudad, Otavio, miré en calles y en iglesias algunas castas matronas, algunas nobles doncellas, mas ninguna parecía que era semejante a aquélla. ¿Quién vio un hombre enamorado de imaginación tan necia? Viendo, pues, que no podía hallarla, ni estar sin ella, volvíme triste a mi quinta a contemplar su belleza. Mil veces con celos quise, aunque el lienzo se perdiera, cortar el Adonis todo: ¡mirad si amor tiene fuerza! Otras veces, en su rostro retratar el mío quisiera, porque pintura a pintura gozara lo que pudiera. Al fin, más triste que nunca, me salí al campo una siesta, por la margen de un arroyo y el toldo de una alameda. Los ánades que en él veía iba apartando con piedras, que enamorado del aire, el aire me daba ofensa. Llegué a una fuente nativa, que entre dos pintadas peñas formaba aquel manso arroyo, bullendo el agua en la arena. Y vi, ¿reiráste si digo lo que vi? OTAVIO: Como no sea que te hayas enamorado de algún ave, o si no, bestia, di, César, lo que quisieres, que allá de Jerjes se cuenta que se enamoró de un árbol. CÉSAR: Árbol fue, mas en dureza. Estaba una labradora de rodillas en la tierra, dando con un paño golpes en una nevada piedra. Los blancos brazos desnudos, porque una camisa nueva, con unos puños labrados de hilo de oro y seda negra, de los hombros le pendía, donde llegaban las hebras del cabello, que cubría la frente rizada y crespa. OTAVIO: Acaba ya de decir, César, sin tantas quimeras, que era una fregona pobre o una humilde lavandera. Que más quisiera mil veces que dijeras que una cierva, un galápago, una araña te enamoró con sus piernas, que no una mujer tan vil. CÉSAR: ¡Oh, cuánto los hombres yerran! ¡Qué cosas maravillosas a los ignorantes cuentan! ¿No pudo hacer Dios, Otavio, en una mujer como ésta, un milagro de hermosura? OTAVIO: No digo yo que no pueda, pero vense pocas veces la hermosura y la bajeza. CÉSAR: Esas son constelaciones e influjos de las estrellas. Esta tuvo en su favor los benévolos planetas: nació hermosa y es hermosa, ya cuantos nacieron sepan. OTAVIO: Di adelante. CÉSAR: Al fin alzó los ojos a ver quién era el que en el agua hacía sombra; vi el rostro. OTAVIO: Sin duda es bella, pues tú la encareces tanto. CÉSAR: Para que no la encarezca, quiero llevarte a mi quinta, y que tú mismo la veas. OTAVIO: Pues ¿está en ella? CÉSAR: No, Otavio, pero está de allí muy cerca, que es hija de un molinero. OTAVIO: ¿Que lava y es molinera? CÉSAR: Vino este día a lavar, o a matar, mejor dijera. Habléla, y a su hermosura parecieron sus respuestas, al fin es bello retrato de aquella Venus. OTAVIO: No creas que es pequeña admiración pensar en lo que me cuentas, que una labradora pobre parece a Venus. CÉSAR: O es ella la que allí fue retratada, Otavio, o yo no soy César. En fin, desde aquel arroyo, desde aquella fuente fresca, desde aquella siesta.... OTAVIO: ¿Es tuya? ¿Y la gozas? CÉSAR: Yo te diera la quinta, la quinta es poco; diérate ¡por Dios! mi renta, diérate mi vida misma. OTAVIO: ¿Quién hay que impedirlo pueda? ¿No es labradora? ¿No es pobre? ¿No es mujer? CÉSAR: No. OTAVIO: Pues ¿quién? CÉSAR: Princesa. Que es, cuanto a ser labradora, ángel; cuanto a pobre, reina. OTAVIO: ¿Y cuanto al ser de mujer? CÉSAR: Cuanto a ser mujer, Lucrecia. OTAVIO: ¿Lucrecia? CÉSAR: ¡Por Dios, Otavio, que no han bastado con ella servicios, regalos, obras, penas, palabras, promesas! Porque con ser labradora, desprecia el oro y la tela, y con ser casta en el alma, lascivos gustos desprecia. Yo la he servido a su modo: ya con grana de Valencia, ya con sartas de corales, ya con doradas patenas. Pero ni con cosas propias de su nativa aspereza, ni por los vanos tocados de Génova y de Venecia es posible que se ablande, ni a mis lágrimas se mueva, que algunas llorar me ha visto, sin recato, y con vergüenza. ¿Qué haré? ¡Que muero de amor por la más hermosa fiera que para castigo de almas ha dado el cielo a la tierra! ¿Oyes, Otavio? OTAVIO: No te aflijas, pero pues tienes licencia del Duque, vamos el día que tú quisieres a verla. CÉSAR: ¡Luego, Otavio, Otavio mío, OTAVIO: Pues, espera aquí; al Duque mi señor solo le daré respuesta. CÉSAR: Mira, que ha de ser fingida. OTAVIO: Será como tú deseas. CÉSAR: ¡Ah, Laura, cómo tu nombre confirma con tu dureza!
Vanse, y sale LAURA, labradora, BELARDO, ROSELO y DORISTO, enharinado
LAURA: ¿Qué locura os ha tomado? BELARDO: Primero fue mi afición. ROSELO: Primero fue mi cuidado. DORISTO: Primero fue mi intención, de estar con Laura casado. LAURA: Si por entretenimiento vuestro loco pensamiento no hubiera tomado, hiciera un castigo que excediera tan notable atrevimiento. Desvïad, no me enojéis. BELARDO: ¡Pardiez, Laura, buen aliño con ese desdén tenéis! LAURA: No son, rasgadme el corpiño. BELARDO: No con el alma rasguéis. LAURA: ¿Conmigo rústico vil, tú por tú? ROSELO: No te enojes, Laura gallarda y gentil, ni el día de Dios despojes, que le dio tu luz sutil. Todos te amamos, ninguno quiere que su amor innoves, ni ser al tuyo importuno; todos somos tus Jacobes, tú, Raquel de sólo uno. Siete años y más tenemos de servicios que a tu padre por tu ocasión hecho habemos; mira si es razón que cuadre servir tú de estos extremos. Otros siete serviría, y aun otros mil, Laura mía, como a tu gusto agradase, si fuese tal, que igualase la paga con la porfía. BELARDO: ¿Tú eres para más que yo? ¿Tú más que yo amar pudieras? ROSELO: ¿Que no te excediera yo? BELARDO: No. DORISTO: Cuando a Belardo excedieras, que tanto amó y esperó, no llegaras a mi fe, porque como el firmamento, quiere amor que firme esté; y así es bien que a mi tormento solo este premio se dé. Y no compitas conmigo, pues el derecho que sigo se funda en tanta justicia, que verá amor que es malicia, y es dar a todos castigo. Y sobre ello he de poner la vida. ROSELO: Pues en la mía poco tengo que perder, que es de Laura desde el día que la merecí querer. BELARDO: Si nos hemos de matar, agora es tiempo que entienda Laura mi amor. LAURA: ¡Qué pesar con razón vengo a tomar de vuestra inútil contienda! Si dais en esta locura, haré a mi padre que os eche de casa. DORISTO: Si eres tan dura, que no hay cosa que aproveche para volverte a blandura, ¿qué remedio ha de tener nuestro amoroso cuidado? LAURA: Que me pueda merecer quien tuviere más honrado y más firme proceder. BELARDO: ¿En qué se verá? LAURA: En servirme. ROSELO: Di tú en qué. LAURA: De buena gana. BELARDO: No puedes, Laura, pedirme cosa tan incierta y vana, que no me parezca firme. LAURA: Quien de estos papeles tres lo que dicen me trajere, ése gozará después lo que de Laura quisiere. . . . . . . . . . . Ese, en fin, es el que quiero. DORISTO: Repártelos sin agravio. LAURA: Toma, Belardo, el primero. BELARDO: ¿Quién te los dio? LAURA: Cierto sabio que anda en aquel monte fiero. BELARDO: ¿Para qué son? LAURA: Para hacer más hermosa a una mujer. BELARDO: Y esto, ¿dónde se ha de hallar? LAURA: En el saberlo buscar darás tu amor a entender. Toma tú aquéste, Doristo, y tú el tercero, Roselo. BELARDO: Si por el bien que conquisto, papel, lo que no es el cielo fuese en vuestras letras visto, no dudes de que no hay China tan remota a do no fuese, ni roca tan diamantina, que mejor no la moliese que si fuese Proserpina. Voy a ver lo que decís.
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DORISTO: Papel, sentid, si sentís, que aunque pidáis a mi amor el imposible mayor, cosas fáciles pedís. Iré donde al indio adusto abrase el sol, sin disgusto, o a la Libia rigurosa, porque no hay dificultosa al que sirve por su gusto.
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ROSELO: Papel, si más imposibles tuviérades que tenéis letras, todos tan terribles cuanto imaginar podéis, fuerais a mi amor posibles. Traeré seda, ámbar, algalia, todo el tesoro de Italia, con ser quien soy, no me entibia; iré al Cáucaso, a la Libia, traeré yerbas de Tesalia.
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LAURA: ¡Gracias al inmenso cielo que os apartó de mis ojos, porque con bueno o mal celo, dame vuestro amor enojos, y es vuestro fuego mi hielo! Nunca amé, nunca rendí lo que Dios libre crïó: estoy en mí, vivo en mí; tan presto se forma un "no," como las letras de un "sí." Líbreme Dios de tu fuego, rapacillo, niño ciego, dios injusto, rey sin ley; pues apenas eres rey, cuando eres esclavo luego. Claras y hermosas corrientes de estas cristalinas fuentes, que del monte despeñadas mostráis las horas pasadas, y no pasáis las presentes: a vuestro ejemplo, no gasto en vanidades los días, antes las fuerzas contrasto de algunas vanas porfías de amor con mi pecho casto. No trocaré, verdes plantas donde Dafne se entretiene, vuestras esmeraldas tantas, por cuantas México tiene, si el César me diese tantas. No se canse en pretender, ni con sus regalos quiera mi dureza enternecer, que soy en el alma fiera, si en la vista soy mujer.
Sale TEODORO, casero de la quinta, y DANTEA, labradora
TEODORO: Ruégaselo tú, Dantea. DANTEA: Está resuelta de modo que creo que inútil sea si le diese el mundo todo. TEODORO: No dudes que lo desea, mas quizá lo hará por ti. DANTEA: ¿Qué haces tan sola aquí, honra de aquesta ribera? LAURA: Mejor por ti lo dijera, haciendo espejo de mí. ¿Quién viene contigo? DANTEA: Viene el casero de la quinta de César. LAURA: ¡Buen talle tiene! Huye dél, que en una cinta amor se enlaza y detiene. Es como viento el amor, que cualquier hoja menea; resístesele el honor, pero derriba y afea donde está seco el humor. No andes allá, por tu vida. DANTEA: Escucha, si eres servida, que es muy diferente el fin, . . . . . . . . . . si no es que estás divertida. LAURA: ¿Cómo? DANTEA: Quiere que por mí recibas cierto presente de César. LAURA: ¿Estás en ti? DANTEA: Allí te aguarda, en la fuente; pues no te vayas así. Llega, Teodoro. TEODORO: Señora, por Dios, que os duela un mancebo tan noble, pues os adora. LAURA: Teodoro, yo, ¿qué le debo, que deba pagarlo agora? TEODORO: Debéisle un ansia de amor con que la vida consume. LAURA: Que no la tenga es mejor, pues ya conoce y presume la fuerza de mi rigor. TEODORO: ¿Hase de morir así? LAURA: ¿Dile la ocasión? TEODORO: Pues ¿quién? LAURA: Si es noble, y pobre nací, ¿para qué me quiere bien? ¿Qué es lo que pretende en mí? TEODORO: Más que decís entendéis, mas suplícoos que toméis esto que os ofrece agora, que es propio de labradora, porque no lo despreciéis. Hay unas granas reales, a quien haré mil agravios en esas rosas iguales, y una sarta de corales, que afrentéis con vuestros labios. Hay unos hilos de perlas, a quien ya la invidia toca, si al cuello queréis ponerlas, de que tengáis en la boca con qué poder deshacerlas. Hay un "agnus" luminado del pincel de un gran pintor, un rosario, aunque engarzado, con oro de más valor, por ser de ágatas labrado. Hay argentados botines, medias de Nápoles ricas, porque a su color te inclines. LAURA: ¡Qué honestos medios aplicas para deshonestos fines! Di a César, pues suyas son, que es vana su pretensión, y queda con Dios, Teodoro. TEODORO: Oye. LAURA: Voyme. TEODORO: Entiende. LAURA: Ignoro.
Vase LAURA
DANTEA: ¡Fuése! TEODORO: ¡Extraña condición! DANTEA: Desdichado César fue, que aquesta piedra quisiese. TEODORO: No dudes, morir se ve. DANTEA: ¡Que aun esto no recibiese, ni buena respuesta dé! ¡Ojalá, Teodoro, fuera yo la que César quisiera! TEODORO: El amor no es elección. Síguela en esta ocasión, aunque es seguir a una fiera. DANTEA: Tras ella voy.
Vase DANTEA
TEODORO: Algún día amor ha de castigar, loca, tu ingrata porfía.
Salen ROSELO y DORISTO, con los papeles
ROSELO: Aquí suele el dueño estar de esta quinta o casería, y como de corte son, sus crïados leer sabrán. DORISTO: Belardo en esta ocasión, como ha sido sacristán, nos diera mejor razón. No me hubieran enseñado a leer. ¡Qué pena tomo! ROSELO: Éste es aquel hombre honrado que es de César mayordomo. DORISTO: A buen tiempo hemos llegado. Éste, Teodoro se llama: mucho su señor le ama, fíale hacienda y dineros. TEODORO: Éstos son dos molineros del padre de aquella dama. DORISTO: ¡Oh, señor vecino! TEODORO: ¡Oh, amigos! ¿Cómo va? DORISTO: Gracias a Dios, muy bien: buenos van los trigos. TEODORO: ¿Qué buscan acá los dos? DORISTO: Hablar con los enemigos. ROSELO: ¿Sabe su merced leer? TEODORO: ¡Pues no! ROSELO: Lea, por su vida, estas cédulas. TEODORO: A ver. ROSELO: Diga. TEODORO: "Receta escogida, con que puede una mujer pararse en estremo hermosa." ROSELO: ¿Eso nos manda buscar? Diga. TEODORO: La primera cosa que dice es la flor de azar de los dados. ROSELO: ¡Qué famosa! ¡Linda flor de azar de dados! TEODORO: "Item más: de un ángel, plumas." Los cuentos son extremados. ROSELO: De ésas habrá como espumas, que hay mil ángeles pintados. TEODORO: "De la luna el arrebol, del gigante Fierabrás el palo del guardasol, y cuatro coces no más de los caballos del sol. Una cáscara del huevo del cisne que a Leda amó, y de la oliva un renuevo que la paloma sacó del diluvio al mundo nuevo. La barba de una cometa, de un mosquito los riñones, . . . . . . . . . . y las imaginaciones del más celoso poeta." DORISTO: ¡Pluguiera a Dios que así fuera la mía! TEODORO: ¿Andáis a buscar esto? DORISTO: Sí. TEODORO: ¡Linda quimera! DORISTO: Lea, que aun hay más que andar sin ésta, que fue primera. TEODORO: "Récipe para hacer que se muera una mujer por un hombre." DORISTO: ¡Esta sí es buena! TEODORO: Primeramente se ordena que interés no deba ley. DORISTO: Tanto que mejor, ¡par Dios! TEODORO: "Item: dos onzas de tos de Lucrecia resfrïada, cuando, por fuerza gozada, salió en camisa a las dos. Más una libra de viento de la nave en que robó Paris a Elena." DORISTO: Eso siento; ¿podréla hallar? TEODORO: ¿Por qué no? DORISTO: ¿Una libra? TEODORO: Sí, y aun ciento. "Más siete libras del hilo del ovillo de Teseo, de la airada parca el hilo, el sueño del dios Morfeo, y el llanto del cocodrilo. Cuatro arrobas del sonido de la campana mayor que se haya visto ni oído, y un pañal del niño Amor, lavado en agua de olvido." DORISTO: ¿Cuatro arrobas? TEODORO: Esto aplica. DORISTO: Y esto, ¿dónde se ha de hallar? TEODORO: En Florencia, en la botica. DORISTO: Vámoslo luego a buscar. ROSELO: ¿Llevaremos mi borrica? DORISTO: Pues ¿en qué se ha de traer? TEODORO: ¿Quién os lo ha pedido? DORISTO: Laura.
Vanse los dos
TEODORO: ¿Quién sino ella pudo ser? Ved con qué burlas restaura el cansancio del querer. A César escribir quiero; como este bronce, este acero no se ha podido ablandar, malas nuevas le he de dar, tales albricias espero.
Vase, y salen el Duque ALEJANDRO, y OTAVIO
OTAVIO: Hablé a César. ALEJANDRO: ¿Qué dice? OTAVIO: Varias cosas que muestran ruin suceso. ALEJANDRO: No tendría gusto en mi vida si perdiese a César: quiérole bien, que nos crïamos juntos, y en paz y en guerra le he tenido al lado, fïándole las cosas de mi estado. OTAVIO: Con gran razón le estimas. ALEJANDRO: Finalmente, Otavio, tiene estrella, tiene imperio César sobre mi gusto, y el mandarte que supieses tan apretadamente la causa de este mal que le atormenta, no solamente de este amor nacía, que aún hay otro mayor. OTAVIO: Así los cielos aumenten, gran señor, corona y gloria de la casa de Médicis, tu estado; que me digas a mí lo que sospechas del mal del César. ALEJANDRO: Yo te tengo, Otavio, en mucho por dos cosas: la primera, porque conozco tu nobleza y sangre y las partes notables de tu ingenio; y la segunda, porque no es posible que un hombre a quien estima y quiere César, entre otros muchos, por mayor amigo, deje de ser de semejantes méritos. OTAVIO: Si me abona el querer tú a César tanto, y el quererme a mí César, está cierto que lo que tú me quieres, él me quiere, no porque con tu amor se iguale alguno, que adora César en tus pensamientos, tus imaginaciones reverencia, y no tiene otro bien después del cielo; mas pues, en fin, con igualdad me trata, que el amor en iguales es más llano, y sólo aqueste amor falta a los príncipes. ALEJANDRO: Hablas muy bien, Otavio, mas volviendo a lo que, como digo, he sospechado, confïado de ti, como confío, por alma de hombre que yo estimo tanto, sabrás, que aunque negocios tan difíciles de familia, República y de súbditos, a un hombre como yo le ocupan tanto, por un resquicio de ella o por lo estrecho de una nema sutil que cierra un pliego, se entró en mi alma una mujer tan bella, que bastara decir que entró en mi alma. Amor es como el sol, que si se aparta de las entrañas de la tierra un vidrio, . . . . . . . . . . . . .. Dejando, pues, disculpas, sólo César sabe este amor, y siempre que a su casa la voy a visitar, César conmigo hace el mismo vïaje. OTAVIO: Justamente te fías de su espada y su secreto. ALEJANDRO: Él iba alegre los primeros días, y en medio de este gusto le ha caído dentro del alma tan mortal tristeza, que cuando va conmigo no me habla, y si ve la mujer, baja los ojos, y ni conmigo ni con ella trata muchas cosas, Otavio, que solía. OTAVIO: ¿Y qué presumes de esto? ALEJANDRO: Yo presumo que, pues Dios te dotó de tal ingenio, ya debes de saber lo que presumo. OTAVIO: Dirás que adora aquesa dama. ALEJANDRO: Digo, que de verla y tratarla cada día tan domésticamente, como es hombre, no se pudo excusar de no querella. OTAVIO: (Gran camino se ofrece de engañalle, Aparte para que encubra sus amores César, porque el Duque no sepa que tal hombre puso los ojos en tan vil sujeto.) Al fin, ¿eso sospechas? ALEJANDRO: No he culpado a César yo de aquese pensamiento, porque si la verdad y hermosura es amable por sí, y es tan señora, cargado de negocios, me ha rendido ocioso, libre y sin ningún cuidado. Si César la servía de secreto, si César intentara ofensa mía, enojárame yo, Otavio, con César; pero si veo yo que es tan honrado, tan noble y tan leal, que por no vella me ha pedido licencia de ausentarse por un mes de mi casa y de mi corte, y allá se quiere estar en sus jardines, mucha razón será que yo agradezca a César este término tan noble. Di la verdad: ¿es esto lo que sabes del camino de César? OTAVIO: Señor ínclito, aunque con grandes juramentos vengo obligado a callar, ningunos tienen fuerza con el señor, igual de entrambas, debajo de que a César no le digas cosa ninguna de las que te digo: sabe que César por tu dama muere, y que se ausenta por no darte enojos, siquiera con el mismo pensamiento. (¡Oh, qué bien que le engaño y aseguro!) Aparte ALEJANDRO: Otavio, huélgome de saber lo que quería. ¿Es ido César? OTAVIO: No, pero ya tiene las botas puestas y el caballo a punto. ALEJANDRO: ¡Hola!
Sale un PAJE
PAJE: Señor. ALEJANDRO: Llámame luego a César. OTAVIO: Yo iré, si mandas.
Vase el PAJE
ALEJANDRO: Ese paje basta; quédate tú. OTAVIO: (Sospecho que fue yerro Aparte decirle al Duque, sin hablar a César, lo que agora podrá, pues no lo sabe, hacerme mentiroso con el Duque y desleal con César, quien no piensa en los negocios graves, y los mira tarde, y pasada la ocasión, suspira.) ALEJANDRO: Un término leal, un noble trato y un casto pecho y un dolor profundo, una paciencia, en quien las glorias fundo, una templanza, un singular recato, hoy me ha de hacer magnífico retrato del Alejandro de quien soy segundo, pues más sus cosas que a ganar el mundo, pueden hacer un príncipe beato. Si a Apeles Alejandro dio su amiga, no hizo mucho, pues la había gozado; yo doy mujer que a mi respeto obliga, por mostrar con mi pecho más honrado, que basta que padezca y no lo diga, para que de los dos quede premiado.
Sale CÉSAR con botas de camino y espuelas, y el PAJE que le fue a llamar
CÉSAR: Será aumentar mi tristeza si me detiene. ALEJANDRO: Recibo gusto en ver tu gentileza. CÉSAR: Poniendo el pie en el estribo, me dicen que vuestra Alteza, señor, a llamar me envía. ALEJANDRO: Salte allá fuera, Florelo. . . . . . . . . . . No entre aquí nadie. OTAVIO: (Recelo Aparte que ha sido ignorancia mía.) ALEJANDRO: César, si estás satisfecho de tu privanza y mi amor, yo de tu nobleza y pecho, tu lealtad y mi favor, hay un muy notable hecho. Tú has callado y padecido, yo he sentido y he callado por no te hablar; he entendido que tú estás enamorado, y lo que pasa he sabido. Que quieres a Antonia, entiendo, a quien quiero, como sabes, mas no por eso me ofendo, que con tus tristezas graves todas sospechas defiendo. Pues que tu melancolía de amarla yo procedía, y te quieres esconder porque no quieres poner los ojos en cosa mía, y pues con tanta lealtad has sufrido tanto amor, mirando la autoridad de tu príncipe y señor, y las leyes de amistad, lo que mereces me toca, y de manera me obliga ver que enmudezca tu boca, cuando el alma te persiga con una pasión tan loca. A mi Antonia darte quiero, y a fe de noble cristiano, Médicis y caballero, que no he tocado su mano, aunque por sus ojos muero. Casarte con ella puedes, seguro de esta verdad; que a los dos haré mercedes, para que mi voluntad, con ser su marido heredes. Ella es tal, que ha resistido todo cuanto pretendí sin título de marido, que en esto pienso de ti, tu igual merece haber sido. Esta liberalidad es muy digna de mi fama, mi nombre y mi autoridad, y esta bellísima dama, digna de tu voluntad. Con esto, lo que yo soy, a mi amor se paga hoy. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . CÉSAR: Señor, el cielo es testigo que si tu imaginación algún lisonjero amigo te ha dicho en esta ocasión que tus pensamientos sigo, y que mi melancolía de amar a Antonia procede, que ha sido injusta osadía; que ninguno saber puede lo que de mí no se fía. ¿Yo, a Antonia? ¿Yo, atrevimiento de poner el pensamiento donde tú los ojos pones? ALEJANDRO: Ya todas esas razones son, César, sin fundamento. Yo sé que por no ofenderme a tu soledad te vas; no quieras, César, hacerme que te diga en esto más, ni tú menos entenderme. Déjame, César, primero cumplir con mi obligación; tu respuesta vitupero, pues me quitas la ocasión de mostrar lo que te quiero. Si Alejandro soy en dar, como tú en amar Leandro, no me quieras estorbar, que las galas de Alejandro pueda César heredar. CÉSAR: Señor, que te han engañado. ALEJANDRO: Tú me engañas y me enojas. Ven para hablarla a mi lado, que de valor me despojas, de mi virtud conquistado. Pues a ti del más leal quieres que el mundo te nombre César, con fama inmortal; no me quites a mí el nombre del señor más liberal.
[Se va ALEJANDRO]
CÉSAR: ¿Qué es esto, Otavio? OTAVIO: No sé; esto el Duque imaginó, y yo se lo confirmé, mas por no decirle yo que amabas a Laura fue. Mi intención era ocasión de darle satisfación. CÉSAR: Tú me has muerto, Otavio, digo, porque un ignorante amigo mata con buena intención.

FIN DEL PRIMER ACTO

La quinta de Florencia, Jornada II


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 26 Jun 2002