SEGUNDO ACTO


Salen PINABELO y FABIO
PINABELO: Luego que el rey se casó, Fabio, me ausenté de aquí. FABIO: Bien habrá tres años. PINABELO: Sí. FABIO: ¿Y vienes mudado? PINABELO: No, que así quiero a la duquesa como la quise al partir, conservando hasta morir aquella imposible impresa. Traigo la misma afición, porque no vencen los años lo que con los desengaños no ha podido la razón. En mi destierro he vivido, porque en aquella cuestión de Alberto, mi padre Otón fue de mi amor defendido. Así se va conservando del mundo el curso y creciendo; los humillados subiendo, los levantados bajando. ¿Qué nuevas hay por acá? FABIO: Que a Frisia el rey este día a su mayorazgo envía. PINABELO: ¿Por qué? FABIO: Pídensele allá, que como la bella Elena jamás le ha dejado ir, no puede el reino sufrir su ausencia sin mucha pena, y así, para su consuelo, al príncipe les ha enviado. PINABELO: ¿Es hermoso? FABIO: No ha crïado más bello Narciso el cielo. PINABELO: Todo aumenta mi dolor.
Sale OTÓN
FABIO: Tu padre. OTÓN: ¿Cómo has entrado antes de haberte avisado? PINABELO: Sin avisos parte Amor. OTÓN: Pudiera venirnos daño del haberte conocido. PINABELO: Nadie me ha visto. OTÓN: Hoy ha sido el primero de mi engaño, y por eso te avisé, porque esta noche sospecho que ha de tener fin mi pecho a lo que ayer comencé. PINABELO: ¿Cómo, señor? OTÓN: No he podido, por discordias que he sembrado, vencer este amor casado que está a dos almas asido; pero agora que intenté decir que a su amor traidora es la duquesa, que adora, más puerta a su enojo hallé. PINABELO: Pues, ¿a qué efeto? OTÓN: En razón de que llevándole a ver la traición de su mujer, aunque fingida traición, saldrás tú con tus crïados diciendo que la defiendes porque su inocencia entiendes. Y los nobles, convocados a voz de que el rey la mata por casarse en Francio luego, verás que se enciende un fuego que hasta incendio se dilata. Porque el pueblo, defendiendo a su natural señora, que, como sabes, la adora, le ha de ir buscando y siguiendo con las armas en las manos. PINABELO: Discordia se ha de sembrar que venga a resucitar los griegos y los troyanos, porque Elena, aborreciendo por el testimonio al rey, romperá de amor la ley vida y honra defendiendo, y el rey, por verse ofendido, tanto la ha de aborrecer, que no se vuelvan a ver. OTÓN: Advierte que prevenido con gente a mi aviso estés. PINABELO: El rey viene. Adiós te queda. OTÓN: Como esto bien nos suceda, tuya la duquesa es.
Vase PINABELO
OTÓN: Fabio, silencio. FABIO: Ya sabes que sé callar como hacer. OTÓN: Cierra el alma. FABIO: Desde ayer le di al peligro las llaves.
Salen el REY y AURELIO
REY: Como si hubiera mil años que el príncipe se partió, vivo, Aurelio, y muero yo haciendo a su ausencia engaños. AURELIO: No me espanta, que él merece ese cuidado en que estás. REY: No puedo quererle más, y el ausencia el amor crece. Quien tiene amor que en rigor no puede aumentarse ya, ausente el bien y verá cómo se aumenta el amor. AURELIO: Yo te he visto aquestos días con extraño sentimiento. ¿Era de este pensamiento, o por ventura tenías alguna oculta tristeza? REY: ¡Ay, Aurelio! ¡Qué rigor del mundo dar del honor las llaves a la flaqueza! AURELIO: No lo entiendo. REY: En la mujer, que es la flaqueza mayor, ¿no está del hombre el honor? Pues, qué mayor puede ser? AURELIO: Eso, ¿qué te toca a ti? REY: No digo que me ha tocado, mas que un hombre me ha contado que puede tocarme a mí. AURELIO: ¿Hombre fue tan atrevido ni de burlas ni de veras? REY: Si su autoridad supieras, casi lo hubieras creído. AURELIO: Sin sentido me has dejado. Mas ¿puede su autoridad ser más que la calidad de la que tienes al lado? REY: Conozco que Elena es buena; pero el testigo es con canas. AURELIO: Bien puede haber dos Susanas y sólo una falsa Elena. Porque canas no son ya del mundo en tanto tenidas que merezcan ser creídos. REY: ¿Canas no? AURELIO: Muy claro está; pues ya los más de los hombres las disimulan y cubren. REY: La edad a la vista encubren, no la verdad ni los nombres, y a quien las muestra tan bien, darla crédito es razón. AURELIO: Aquí, señor, está Otón. REY: Pues ése lo sabe bien. Vete, Aurelio, que sin duda en esto me viene a hablar. AURELIO: No te acierto a aconsejar, que hasta el alma tengo muda. REY: Bien puedes llegar, Otón. OTÓN: Deseo tengo de hablarte, porque ya he visto la parte y el dueño de la traición. REY: Otón, en duda que mentirme puedes, y que puedes decir verdad, en duda, a Frisia envío al príncipe con lágrimas de la duquesa, que su ausencia siento, temiendo que no es fuerza, sino engaños, llevar a Frisia a un niño de tres años. No te he creído, porque no era justo, ni tampoco he dejado de creerte, ya por tu autoridad, ya por tus canas. ¿Qué es lo que agora dices, que me tienes sin alma, con más penas y cuidados, que el que colgada de un cabello tuvo la espada del tirano de Sicilia? OTÓN: ¿Has dado cuenta a Aurelio de este caso? REY: No te quiero engañar. Ya sabe Aurelio que tú me has dicho mal de la duquesa. OTÓN: Y ¿qué te ha dicho? REY: Que mentir podrás. Yo te aboné, si la verdad te digo, con esas canas. OTÓN: ¿Qué te dio en respuesta? REY: Que las tenían otros que a Susana levantaron el falso testimonio. OTÓN: Si fuera el persuadirte con historias; más efectiva persuasión bien creo que hallara algunas en la historia sacra. Mas dime solamente: ¿Eres más noble, más capitán, más sabio que fue César? Pues mira si a Pompeya, mujer suya, repudió por adúltera con Clodio. ¿Zoé no era emperatriz? Pues mira lo que por Michael hizo hasta darle la muerte a su marido Argiropilo. REY: No digo que yo la flaqueza humana no se atreva a laureles y azadones, sino que muchas veces hemos visto la envidia enloquecerse a testimonios. Tal vez a un hombre noble, por que es rico, que es mal nacido esclavo le levantan; tal vez detiene un hábito una envidia; tal vez llama ignorante al hombre docto y tal a la mujer, que es casta y santa, que es lasciva y adúltera levanta. OTÓN: Si yo te enseño el hombre, y con tus ojos le ves, señor, en sus indignos brazos, ¿creerás que son envidias o verdades? REY: ¡Qué fuertemente, Otón, me persüades! ¿Tú el adúltero? OTÓN: Sí. REY: ¿Cuándo? OTÓN: Esta noche. REY: ¿Esta noche? OTÓN: ¡Pues no! REY: Vete y avísame. OTÓN: Pues yo vendré a llamarte. REY: Corto plazo; pero ¿cuándo fue largo en las desdichas? OTÓN: Si no fuere verdad lo que te digo, córtame la cabeza. REY: ¿Es, por ventura, quien me mataba con aquella bala? OTÓN: Como eso has de saber, si a verle llegas, y confesar, aunque de amor te ciegas.
Vase OTÓN
REY: Las máquinas que tienen más grandeza con ímpetu mayor vienen al suelo; en el más superior y último cielo vino el planeta de mayor tristeza Los edificios de mayor alteza hiere más presto el rayo y cubre el hielo; el ave más cobarde es de más vuelo; su misma carga oprime a la flaqueza. Elena, reina en Grecia, fue centella del incendio troyano que deshonra. ¿Cuántos laureles abrasó por ella? ¿Que pueda mi valor perder la honra? Mas si pudo caber traición en ella, en mí pudo también caber deshonra.
Sale ELENA
ELENA: A las fuentes del jardín vengo, Albano, a convidaros, que allá tengo que contaros. REY: (Presto contarás tu fin.) Aparte ELENA: Entre las flores que viste flora este esmaltado mes, aunque para tristes es el agua música triste. En sus márgenes lustrosas sentados, habéis de oír lo que os ha de divertir de estas penas amorosas, que bien sé que el hijo mío con su ausencia os trata mal. REY: (¡Que quepa en belleza igual Aparte tan infame desvarío!) ELENA: ¿Qué decís? REY: Que es tarde ya, y que tengo que escribir. Licencia os quiero pedir, que Aurelio esperando está, que va por la posta a ver cómo va el príncipe. ELENA: Es justo. REY: Perdonad si en ese gusto parte no puedo tener, que no faltará ocasión en que, a la fuente sentados, oigáis mayores cuidados de mi honor y obligación.
Vase el REY
ELENA: No sé qué tiene Albano, que estos días mira mis ojos con suspiros tales, que, de oculto dolor dando señales, tienen por blanco las entrañas mías. El alma, que congojan fantasías por no dar a la lengua los mortales avisos tristes de secretos males, despacha indicos por diversas vías. Unos llegan cansados y otros mudos; todos dicen la pena y no la causa; dan fuego al alma y a la lengua nudos. Y, entre las ansias que la muerte causa, mejor es que los filos sean agudos, que el dolor del morir está en la pausa.
Salen PINABELO con FABIO y dos CRIADOS y hablan aparte
PINABELO: Aquí os habéis de esconder, a lo que digo advertidos. FABIO: Ya venimos prevenidos de los que habemos de hacer. ELENA: ¡Ay, cielo! ¿Qué gente es ésta? PINABELO: ¿De un hombre invocas al cielo? ELENA: Pues, ¿quién eres? PINABELO: Pinabelo. ELENA: En más cuidado estoy puesta. ¿Tú en la corte? PINABELO: Elena, sí, que el peligro de tu vida no hay destierro que no impida. ELENA: ¿De mi vida? ¿Cómo ansí? PINABELO: El rey te quiere matar; yo te vengo a defender. ELENA: ¿Por qué? PINABELO: Porque otra mujer se lo debe de mandar, que, como tiene heredero, aspira a reinos mayores. ELENA: ¿Son de tus locos amores estas industrias? PINABELO: No quiero venir a pruebas contigo, sino sólo defenderte; que aunque me piden tu muerte mi venganza y tu castigo, debo a quien soy lo que hago, que a ti no. ELENA: ¡Miedo me pones! PINABELO: Con obras, no con razones, mis lealtades satisfago. Para matarte mejor, tu hijo envía de aquí. ELENA: ¿Qué tiene el rey contra mí? PINABELO: Un pensamiento traidor: que a voz de adúltera quiere matarte. ELENA: ¡Tú desvarías! PINABELO: Descúidate, que podrías ver si cuidado requiere. ELENA: ¿Yo, adúltera? PINABELO: Quiere dar con esa fama color a tu muerte.
Salen OTON y el REY
OTÓN: Ya, señor, no tengo más que mostrar. REY: Pues, ¿quién es éste? OTÓN: No sé; sé que tiene gente armada. REY: Luego, ¿sacaré la espada? OTÓN: ¿Pues, no, señor? REY: Verdad fue. PINABELO: ¡El rey te viene a matar! ¡Huye! ELENA: ¿Qué es esto, señor? REY: ¡Villana Elena! ¡Ah mi honor! PINABELO: ¿Ves si te vengo a engañar? ¡Nobles de Cleves aquí, que matan vuestra señora!
Salen ALBERTO y LEONIDO
ALBERTO: ¿A la duquesa? REY: Yo soy; que me ha quitado la honra. ELENA: ¿Yo, vasallos? Miente Albano, que estoy inocente agora como primero que viere la luz del mundo. LEONIDO: ¿Y no sobra ser tú quien todos sabemos, tan noble y tan virtüosa? PINABELO: ¡Muera Albano, caballeros, que, por casarse con otra, dice que la casta Elena es fementida y traidora!
Salen AURELIO y ENRICO
AURELIO: ¿Qué es esto, nobles de Cleves? ¿Quién os mueve y alborota para que saquéis las armas contra la real persona? ALBERTO: ¡Quiere matar la duquesa! REY: Yo tengo causa. ENRICO: Reporta, señor, la furia y la espada. ELENA: ¿Yo te he ofendido? OTÓN: No pongas, señor, la mano en la reina. REY: ¿Tú me aconsejas agora? PINABELO: ¡Viva la duquesa, y muera Albano! AURELIO: Ya el pueblo toma las armas. ¡Huye, señor, que defienden su señora! REY: ¡Yo me vengaré de ti! ELENA: No es príncipe el que deshonra una mujer inocente tan desamparada y sola.
Vase el REY defendiéndose, y todos tras él. Salen PEROL y CELIA
PEROL: No huyas de mi rudeza, que, aunque pobre labrador, a un alma llena de amor le sobra inmortal riqueza. No tiene el monte que miras, Celia, mi igual en quererte. CELIA: ¡Que me sigas de esta suerte! PEROL: ¿De que te siga te admiras? Si con ser más bello el sol la sombra le va siguiendo. CELIA: De que me sigas me ofendo. No quiero sombra, Perol. PEROL: Pues Dios te ha dado hermosura de sol, sombra has de tener, y si alguna la ha de ser, ¿qué más triste y escura? Déjame, Celia, seguir los rayos de tu belleza, mira que es mucha aspereza dejar un hombre morir. ¿Tú no ves que son piadosas las mujeres cortesanas? CELIA: Pues, hermano, las villanas somos tercas y enfadosas. PEROL: Tan piadosas son allá, que lo que no dan al gusto tienen por caso muy justo el darlo a la vista ya. Saben que un pobre, un indino, no ha de comer de aquel plato; pero danle de barato lo que coge de camino. Hacen del traje invenciones para el más vil ganapán, que a quien el ave no dan le dan las patas y alones. CELIA: ¿Cómo? PEROL: La manga al jubón acortan ya de manera, que no hay mano de ternera que muestre más zancarrón. De suerte que no hay picaño que el medio brazo no vea. CELIA: No es traje honesto. PEROL: No sea; ellas lo ahorran del paño. Descubren en los pescuezos, las gordas, asentaderas; las flacas, dos pesebreras con dobleces y arrapiezos. Si hay lodos, fingen limpieza, y el chapín, no digo el pie, como en la tienda se ve, bajos son, pero es bajeza. Luego dan, si a tu memoria vuelves todas mis razones, pescuezos, patas y alones, que es toda la pepitoria. CELIA: ¿Y eso es piedad? PEROL: Ya lo ves; el que pasa por la calle, feo, pobre y de mal talle, lo goza sin interés. CELIA: No lo creo. PEROL: De mil modos las damas allá deleitan, porque se lavan y afeitan y se visten para todos. Dios me libre del rigor de una mujer aldeana, que pide a un torrezno grana y al vino afeite y color. Mira, Celia, que condenas el uso que has de imitar. CELIA: Ejemplos se han de tomar sólo de las cosas buenas. De muchas que hay en la corte santas y honestas, es justo, imitar vestido y gusto y que a su traza se corte; y pues las más son las buenas, yo quiero imitar las más. PEROL: En lo cierto, Celia, estás. CELIA: Pues, ¿para qué me condenas?
Sale AURORA
AURORA: Ve, Perol, que Dios te guarde, ayuda a dos caballeros que al pie de vuestra cabaña, entre esos verdes enebros, se apean de dos caballos ya, más que cansados, muertos, pues la sangre de los lados tiñe las hierbas del suelo. PEROL: Ellos me impiden el paso, porque sin duda son éstos.
Salen el REY y AURELIO en cuerpo con botas y espuelas
REY: Sin entrar en el aldea dos caballos procuremos. AURELIO: Aquí, señor, hay pastores. REY: ¿La gente sois de este pueblo? PEROL: Somos a vueso servicio y aun todos vasallos vuestros; que ya os conocen, señor, estas montañas y puertos, que honrastes cuando a casaros, galán, pasastes por ellos.
Hablan en REY y AURELIO aparte
REY: ¿Qué haré, que me han conocido? ¿Negaré quien soy, Aurelio? AURELIO: No, señor; que éstos no saben que vas de la reina huyendo. REY: No la llames reina ya, sino Elena, incendio y fuego de mi vida y de mi alma, de mi honra y de mi reino. CELIA: ¡Ah, señor! ¿No se le acuerda de la danza? REY: Bien me acuerdo. ¿No era el alma de la danza mudanzas del casamiento? CELIA: Sí, señor. Yo era la Paz. PEROL: Yo también era los Celos, discordia de los casados. AURORA: Yo la Envidia. REY: Triste agüero! Parece, Aurelio, que entonces hablaban en mi suceso. PEROL: ¡Pardiez! Ruin gente le sirve. REY: ¿Cómo así? PEROL: Fuimos siguiendo a su merced a la corte seis bien vestidos mancebos y cuatro bellas zagalas, un tamboril, un salterio y éstas que escudos parecen y suenan como instrumentos, y unos que unos picos traen asidos en unos fresnos. No nos dejaron entrar. REY: ¿No hablasteis con los porteros? PEROL: ¿Qué porteros ni qué puertas? Allí estaban otros ciento, de ellos sanos, de ellos cojos, de ellos mozos, de ellos viejos; pero no podían hablaros. Donde vi cuánto más presto negocia un hombre con Dios que con los hombres del suelo. REY: ¿Tenéis acá, por ventura, dos caballos? Pagarélos a fe del rey. PEROL: ¿Dos caballos? Dos hay, mas no son muy buenos. REY: ¿Son fuertes? PEROL: Bien fuertes son, aunque no son muy ligeros. REY: Ven a dármelos. PEROL: Seguidme, que esto y más a quien sois debo. REY: Ven, Aurelio. AURELIO: Dicha ha sido. CELIA: ¿Qué tiene el rey? AURORA: No lo entiendo. CELIA: ¿Si se han perdido en el monte?
Váyanse el REY y AURELIO, y PEROL con ellos
AURORA: No vi cazador ni perro, y para venir a caza está la corte muy lejos. ¿Qué has pasado con Perol? CELIA: Persígueme con ejemplos de las damas cortesanas, que, porque traen descubiertos los cuellos y las muñecas, traje ni galán ni honesto, dice que son más piadosas porque, en fin, gozan de verlo hasta los hombres más viles. AURORA: Perol es robusto y necio; porque más le enamorara, si acaso fuera discreto, que la lengua y el vestido, los honestos pensamientos.
Sale PEROL
PEROL: ¿Hay dicha como la mía? CELIA: ¿Qué te han dado? PEROL: Extraño cuento. Este famoso diamante y esta bolsa de dinero, y yo les di dos rocines que el uno ha sido camello y el otro sabe danzar el canario y saltarelo. CELIA: ¿No llevan espuelas? PEROL: Sí; pero hay rocines de aquéstos que, como un truhán agravios, sienten la espuela y el freno.
Salen ALBERTO y LEONIDO
ALBERTO: Grande ventaja nos llevan. LEONIDO: En el instante salieron. ALBERTO: Allí he visto unos pastores. LEONIDO: Preguntémosles por ellos. PEROL: (Sin duda buscan al rey.) Aparte ¡Ah, señores caballeros! Aquí el rey, con un crïado, dejó dos caballos muertos, y yo les di dos rocines y este dinero me dieron. Bien le podrán alcanzar. ALBERTO: ¿Hay tan extraño suceso? ¡Maldito seas, villano, que si no le das tan presto en que pudiese partir, no escapa de muerto o preso! CELIA: ¿Preso o muerto? PEROL: Pues, ¿por qué? LEONIDO: Es un traidor, que va huyendo porque ha querido matar, con mentiras, con enredos, a vuestra honesta señora. AURORA: ¡Malos años! PEROL: Si el suceso supiera entonces le paso con una aguijada el pecho. ALBERTO: Vamos, Leonido, tras él. PEROL: No habrán llegado a lo espeso del monte. LEONIDO: Será imposible. ALBERTO: No hay imposible al deseo. AURORA: ¿Qué os parece? CELIA: Estoy turbada. PEROL: ¡Que le di mi rocín tuerto! CELIA: ¿No dices que era pesado? PEROL: Mal talle, yo lo confieso; pero en volar treinta millas no diera ventaja al viento. CELIA: ¡Matar la duquesa quiso! ¿No se adoraban, y el cielo un hijo les había dado? AURORA: ¡Quién sabe si algunos celos en ese amor y esa paz discordia y guerra pusieron! PEROL: Yo me voy al campanario a ver los que van tras ellos, que hasta el monte se descubre. CELIA: Vamos, Aurora, que creo que alguna causa le han dado. AURORA: Bastan celos. CELIA: Sobra el miedo.
Salen ELENA y PINABELO
PINABELO: Levanta los divinos ojos bellos y deja la tristeza que los cubre, pues no te ofenden, no te vengues de ellos. ELENA: Quien las tristezas del honor encubre más efectos de mármol que de humano en acciones tan ásperas descubre. PINABELO: ¿En qué se diferencia del villano el generoso pecho? En que resiste de la Fortuna al proceder tirano. Y tú, divina Elena, que perdiste un bárbaro que al fin te daba muerte... ELENA: No todos saben consolar a un triste. En tratando a mi esposo de esa suerte, mi pecho a tu defensa desobligo. PINABELO: Que es tu enemigo y no tu esposo advierte. ELENA: Conozco que fue bárbaro conmigo; yo lo quiero decir, mas no escucharlo del más privado o del mayor amigo. Fue mi primero amor, y debo amarlo por marido y por dueño eternamente, y aunque me diera muerte perdonarlo. PINABELO: Bastaba ser mujer, que tiernamente adoran quien las tiene aborrecidas, monstruo que obliga el mal y el bien no siente. A mí, duquesa, que te di dos vidas, la que el rey te quitaba y que defiendo y ésta que vivo y sin razón olvidas. Estás con pecho ingrato aborreciendo y adoras en un hombre que te mata. ELENA: Esto me manda Amor. PINABELO: ¡Qué furia emprendo! ¿De qué fiero volcán naciste ¡ingrata! que vomitando fuego a las estrellas escupe nubes a su eterna plata? Las tigres fieras son, que no son bellas como tienes el cuerpo hermoso humano o como el alma te influyeron ellas. Pues primero del lazo soberano desatada la máquina del cielo se hará pedazos en el aire vano; las flores nacerán dentro del hielo, y la nieve dará sangre a la rosa, y al tierno lirio azul dorado pelo, y dejarás de ser ingrata hermosa, que es mayor imposible que te olvide el alma a quien te muestras rigurosa. ELENA: Detente, Pinabel, refrena y mide con mi decoro tus palabras locas como tu estado y mi grandeza pide, que si en las cosas del honor me tocas, aún tengo en Cleves yo quien me defienda; porque primero las excelsas rocas que bate el mar por su salada senda irán en forma de ligeras naves sin que su peso descansar pretenda, y los dos elementos, que son graves, oprimirán el aire al fuego activo, trocando peces con ligeras aves, que olvide al rey ni de mi pecho altivo se alabe la bajeza de un vasallo. PINABELO: (¡Que aquesto escucho y permanezco vivo!) Aparte
Sale OTÓN
OTÓN: Si lo mandaste tú, puedes mandallo, señora, y me parece justa cosa, y así no he pretendido castigallo. Alterada la turba populosa de todos los más públicos lugares con armas libres y venganza honrosa del rey las armas, tanto que en altares no ha valido el respeto religioso: perdón merece y que en su amor repares. Corre el vulgar estrépito furioso diciendo, "¡Viva la duquesa Elena!" y "¡Muera Albano, bárbaro ambicioso!" Tanto, que si por dicha te condena alguno de crüel o sospechoso, el más cercano el cuello le cercena. Paréceme, señora, justa cosa que los retratos que en palacio tienes mandes dar a la llama licenciosa, para que vean que en su intento vienes y que sientes de honor y de venganza. ELENA: ¡Con qué viles consuelos me entretienes! Déjame, Otón, vivir sin esperanza de ver al rey, y deja que me engañe siquiera en tanto mal su semejanza. No le agradezco al pueblo que acompañe vuestro consejo en el furor presente y de que adoro al rey se desengañe. OTÓN: Ya no es tiempo, señora: el rey, ausente; tú, sin honra; yo, vivo; los estados, quejosos, y con armas tanta gente de finezas de amor ni de cuidados. Hombre es el rey, y en Cleves nacen hombres. ELENA: ¡Sí, nacerán para guardar ganados! OTÓN: No, son hombres también y gentilhombres. ELENA: ¡Yo adoro al rey, villanos! ¿Qué es aquesto? OTÓN: Bien merecemos esos viles nombres. PINABELO: Déjala, padre; que ella verá presto sin consejo y sin armas, si es decoro guardar con un traidor término honesto. ELENA: ¿No puedo yo decir que al rey adoro? OTÓN: No, si la honra y vida te ha quitado. ELENA: Mientras más le culpáis más me enamoro. ¡Perros! ¡Vosotros me la habéis quitado! PINABELO: Loca la tiene el amor.
Salen ALBERTO y LEONIDO
LEONIDO: Basta, señora; que se escapó de nuestro brazo airado. En la raya de Frisia queda agora el rey con grueso ejército. ALBERTO: Y jurando, no menos que llamándote traidora, entrar por tus estados abrasando las ciudades, los campos y la gente, y agora quedará furioso entrando. OTÓN: Fuera mejor un capitán valiente y un consejero viejo que afrentados dónde hallarás quien defenderte intente. Abrasa el rey de Frisia tus estados y a mi hijo y a mí nos llamas viles, de quien temblara en la campaña armados. ¿No fuera Néstor yo y él fuera Aquiles? ELENA: ¿Luego faltó valor a las mujers en letras y armas fuertes y sutiles? ¿Amenazarme con las tuyas quieres? Pues hoy saldré con un bastón rigiendo la guerra de quien tú bisoño eres. Tú verás el caballo en ira ardiendo, sujeto a las espuelas y a las varas, la mano femenil obedeciendo. Tú verás cómo corre y cómo para, formando diestramente las hileras una mujer. ¿Mujer? Sólo en la cara. Tú verás dónde pone las banderas y ordena los infantes y caballos y que saben ser fuertes y ser fieras adonde son traidores los vasallos.
Vase ELENA
OTÓN: ¿Qué os parece de aquesto? LEONIDO: Que la sigo, por no ver con sus quejas infamallos.
Vase
ALBERTO: Yo sé que soy leal, lo mismo digo.
Vase
PINABELO: Ya todos éstos hablan con sospecha. OTÓN: Nunca te fíes del fingido amigo. PINABELO: ¿Qué hemos de hacer? OTÓN: Al campo va derecha; seguirla, su rigor disimulando; que en últimas fortunas aprovecha. A la mira estaremos, esperando quién vence de los dos. PINABELO: ¡Terrible suerte! querer morir sin esperanza amando y no vivir por esperar la muerte.
Vanse todos y salen el REY, con caja, bandera y soldados, y ALBERTO, ENRICO, y ROSELO
REY: Vaya Enrico con la gente y hagan alto en ese llano. ENRICO: Iré a servirte obediente. REY: ¡Oh, si estuviera en mi mano hacer de Jerjes la puente! AURELIO: ¿Quién duda que atravesaras el mar, cuanto más a Cleves? REY: Si en mis enojos reparas, todas son venganzas breves. AURELIO: Las del honor son muy caras. ¿Es posible, gran señor, que trataba la duquesa de hacer ofensa a tu honor? REY: De hablar en esto me pesa, que aún no está muerto el amor. ¿No has visto golpe de llano que sólo quita el sentido y que el filo quedó en vano? Pues tal en mi amor ha sido el golpe de aquella mano; que, aunque dando en el honor, no hay filo más delicado. Fue el gusto tal defensor, que parece que le han dado golpe de llano al amor. Que como yo le acomodo tan varias disculpas ya, el amor del propio modo como desmayado está; mas no está muerto del todo. AURELIO: Pésame que estés ansí, si dices que con tus ojos viste un hombre. REY: Un hombre vi; mas vile con los antojos de los celos que creí. Suceden muchos errores de llevar estos desvelos, que ofenden tantos honores, que siempre antojos de celos hacen las cosas mayores. Yo te juro que fui loco en no detenerme un poco y consultar la prudencia. ¡Qué presto di la sentencia y qué tarde la revoco! AURELIO: Ya te dije que pensaras primero lo que era justo. REY: Aurelio, ¿en eso reparas? Tú vieras lo que un disgusto puede en el amor, si amaras. Mayormente que el honor pocas firmezas ofrece, porque es un vidrio traidor que con quebrarse agradece querer limpiarle mejor. AURELIO: Límpiele poco quien ama. REY: No es buena satisfación, que si vidrio, en fin, se llama, que esté muy limpio es razón, porque bebe en él la fama. AURELIO: No me puedo persuadir que tengas amor a quien otro amor pudo admitir. REY: Ni yo puedo querer bien a quien voy a perseguir. Lo que digo es que sospecho que puedo ser engañado de algún envidioso pecho, porque no está averiguado el agravio que me han hecho. Y que por donde el honor no muestra ofensa en rigor, el amor se suele entrar, porque por poco lugar entra cuando quiere amor. Mas está cierto que en tanto que con esta duda estoy, seré una fiera, un espanto del mundo. AURELIO: Dudoso voy de quien se enternece tanto. REY: No hayas miedo, Aurelio, amigo, que no hay mayor enemigo que aquél que teniendo amor da por ofensas de honor a su mismo amor castigo. Abrasaré las ciudades de esta fiera, ingrata hembra, porque no hay enemistades como cuando el odio siembra discordia en dos voluntades. Sígueme y verá a Atila, a Mercurio, a Mitridates, a Clodomiro, a Totila, a Egelberto y a Amurates, a Maximino y a Sila. Mal conoces el furor que amor ofendido alcanza; quédese atrás el honor, porque no hay mayor venganza que por ofensas de amor.
Vanse y salen por otra parte LEONIDO, ALBERTO, PINABELO, OTÓN, SOLDADOS y ELENA en hábito corto, con espada y daga y bastón y sombrero con una pluma grande revuelta
ELENA: Ya creo que has visto, Otón, de qué suerte en la campaña me dio la mano el arzón y que a mujer acompaña tal vez viril corazón. Con estas botas y espuelas viste las ijadas rotas de algún frisón, ¿qué recelas? OTÓN: Ya con espuelas y botas vi que por el viento vuelas. ELENA: ¿Viste de qué forma en cuadro aquel escuadrón se ordena, cómo le compongo y cuadro, y que al que se desordena de un bote el pecho taladro? ¿Viste aquella guarnición con que se defiende agora de cualquier oposición? OTÓN: Ya vi que sabes, señora, formar un fuerte escuadrón. ELENA: Pues yo soy, si no lo entiende de tu amor la poca ley, que tanto mi amor ofende, la misma que adora al rey y la que su honor defiende. Yo puedo al rey adorar y le puedo detener que venga a hacerme pesar; porque una cosa es amar y otra cosa defender; y aunque no hubieras venido con tu hijo, hay capitán que ha de ser obedecido. PINABELO: Y tan gallardo y galán que es adorado y temido. OTÓN: Provócante los enojos, que a veces son necesarios. PINABELO: Y ganarás mil despojos, pues rendirás los contrarios con sólo volver los ojos. ELENA: No haya tenuras aquí; el que no fuere soldado no me ha de servir a mí. PINABELO: Todos hemos profesado serlo y servirte. OTÓN: Es ansí. ELENA: Llevad, Alberto, esa gente. Quede aquí sólo Leonido. ALBERTO: Vamos, soldados. PINABELO: Que intente mi esperanza un bien perdido, bien parece que no siente.
Vanse todos; quédanse ELENA y LEONIDO
ELENA: ¿Leonido? LEONIDO: ¿Señora mía? ELENA: ¿Está cerca el rey? LEONIDO: Tan cerca, que no hay jornada de un día, y si es verdad que se acerca, mucho mejor ser podría. ELENA: Muero por el rey, Leonido, y voy, ¡ay, Dios! contra el rey; que en el honor me ha ofendido, que defendiendo su ley es al honor permitido. Traigo ciertos pensamientos que creo que han de romper en grandes atrevimientos. LEONIDO: ¿Qué intentas? ELENA: Quisiera ver al dueño de mis tormentos. LEONIDO: ¿Cómo? ELENA: Con algún disfraz y de la noche ayudada. LEONIDO: ¡Bravo amor! ELENA: Es pertinaz. La guerra me ciñe espada y el alma me pide paz. LEONIDO: ¿Sería de tu consuelo ver al rey? ELENA: Sábelo el cielo. LEONIDO: Pues yo buscaré invención. ELENA: Si es dentro del escuadrón nuestro peligro recelo. LEONIDO: Pierde, señora, el temor. ELENA: Las esperanzas perdidas acobardan mi valor; que yo perderé mil vidas por ver al rey mi señor. LEONIDO: Deja que un poco anochezca, que yo haré con engañarle, que al paso se nos ofrezca. ELENA: No hay cosa que por hablarle peligrosa me parezca.
Vanse. Entre PEROL, de soldadillo, con CELIA
CELIA: A fe, Perol, que muy presto tú vuelvas arrepentido. PEROL: Quien tan desdichado ha sido justo fue que pare en esto. De puro desesperado, Celia, a la guerra me voy. CELIA: Dirás que la culpa soy. PEROL: Por ti voy a ser soldado. CELIA: ¿Por mí? Testimonio es. Así Dios me dé ventura. PEROL: No, que desdenes del cura me llevan como me ves. CELIA: ¡Ay, Perol; si tú supieses lo que es ir a pelear y el ver luego granizar las balas en los arneses. Si vieses, cuando la vida escapes de tantos daños, traer entre rotos paños una esperanza perdida, a pretender a la corte y con seis rotos papeles andarte por los canceles sin hallar cosa que importe, sufriendo de la comida del cortesano el olor de los platos el rumor y de la fresca bebida, y tú de hambre muriendo pagándote el viento allí y cuando repare en ti, acaso el coche saliendo, decirte que bien está estando tan mal tu panza, que el viento de la esperanza se te viene y se te va. Deja para nobles eso, que están bien emparentados, que nunca en pobres soldados halló pies el buen suceso. ¿Estaráte bien o mal, después de muchos balazos, dar a la guerra los brazos y los pies al hospital? Vuelve en ti, que vas perdido. PEROL: La duquesa va en persona y a los soldados pregona linda paga y buen partido. O me voy o has de quererme. CELIA: Dado que venciere Elena, ¿qué has de hacer? PEROL: Hüir tu pena y a tu rigor esconderme. CELIA: ¿No has de volver a la corte? PEROL: Es verdad. CELIA: Pues, ¿qué te engríe, si no has de hallar quien te guíe más que una carta sin porte? Hallarás mil sabandijas que te chupen el humor, porque no sube el favor en faltando las clavijas. Hallarás en la ciudad unos grandes habladores preciados de historiadores y de no decir verdad, y estos libros de secretos y sabios y extravagantes favoreciendo ignorantes para derribar discretos. Hallarás... PEROL: No digás más, ya sé que la bobería ha de ser desdicha mía de hoy para siempre jamás. Pero quererme o dejarme. CELIA: Vete con Dios.
Salen AURELIO y el REY
AURELIO: Aquí hay gente. REY: Aquí más seguramente pienso esta noche alojarme. CELIA: Huye, Perol. REY: ¡Ay de mí!, que son soldados frisones. No ha un hora que los calzones y la cuera me vestí; señores, a serlo voy, y aunque la guerra procuro no soy soldado maduro, que en verdad en cierne estoy. Esta espada me prestaron, la pluma a un gallo quité, que porque le desrabé mil gallinas me picaron; suplico a sus pertenecias me dejen ir. REY: No des voces. AURELIO: Huésped, ¿al rey no conoces? PEROL: Ya conozco sus presencias, y de eso tengo temor. REY: ¿Qué hay de la duquesa Elena? PEROL: Que en esos valles ordena gente contra vos, señor. REY: ¿Es mucha? PEROL: No me han dejado viña, ciruela ni pera; en mi pueblo una bandera para hacer gente han colgado; y yo, que no sé latín, quise echar por los porrazos. pero, dejando embarazos: ¿cómo os fue con el rocín? REY: Caminó famosamente. PEROL: Era hablador de los pies. REY: Luego murió. PEROL: Justo es, por bestia y por diligente. AURELIO: ¿Qué piensas hacer aquí? REY: Ir con esta información de la reina al escuadrón. AURELIO: ¿Cuándo y cómo? REY: Escucha. AURELIO: Di.
Salen ELENA y LEONIDO
LEONIDO: No pases de estas cabañas primero que estos villanos te informen si el rey se acerca y dónde aloja su campo. ELENA: La escuridad de la noche, Leonido, ocasión me ha dado. Amor, mi temor esfuerza, que él me lleva y yo le traigo. AURELIO: Gente viene aquí, señor. REY: ¿Labradores o soldados? AURELIO: Soldados pienso que son. REY: ¿Qué gente? ELENA: Gente de paso. REY: ¿Soldados? ELENA: Si se ofreciere. Y ellos, ¿qué son? REY: Otro tanto. ELENA: ¿De qué parte? REY: De quien tiene justicia en aqueste caso. ELENA: ¿Luego son de la duquesa? REY: De que eso digáis me espanto, que la duquesa es traidora. ELENA: ¡Miente cualquiera villano treinta veces que eso diga! REY: ¡Plugiera al cielo, soldado!; porque yo sé de mi rey que su riqueza y palacio y todo su reino os diera porque le hubieran burlado; pero violo con sus ojos, no puede haber desengaño. ELENA: ¿Qué vio el bárbaro crüel, que porque tiene tratado casarse en Francia o Bohemia a tanta lealtad ingrato trató de darle la muerte? REY: Buena disculpa buscaron. ELENA: ¿Para qué viene, si tiene justicia, con tanto daño de la inocente duquesa abrasando sus estados? Póngale en Roma este pleito, y, si pudiere probarlo con libelo de repudio, castigue su pecho falso, o nombre algún caballero que salga en campaña armado; que ella saldrá con él para defender su agravio; que pues que tiene valor para conducir un campo, le tendrá para salir cuerpo a cuerpo. REY: Paso, hidalgo. PEROL: Paso, señores, por Dios; que está en medio un hombre honrado aunque pobre labrador. REY: Guárdate afuera, villano. PEROL: Villano y cristiano viejo hasta los perniles rancio; testigos en esta aldea, el olmo y el campanario. REY: Ahora, hidalgo, vos decís que nombre el rey un vasallo y que vos haréis que Elena salga en desafío al campo. Con mujer no ha de querer ninguno salvo un crïado de los que a su lado tiene; que el rey, sin pleito y letrados, holgará del desafío. ELENA: ¿Quién sois, que podrá tanto? REY: ¿Y vos quién sois? ELENA: Deudo soy de la duquesa. REY: Yo hermano del almirante del rey, y parto luego a tratarlo. ELENA: Yo lo mismo. REY: Pues, adiós. PEROL: Y yo, toquen esas manos, aunque ninguno conozco, salgo por fiador de entrambos.
Hablan aparte el REY y AURELIO
REY: Ésta, Aurelio, es la duquesa, y en grande peligro estamos, que alguna celada tiene entre esos álamos altos.
Hablan aparte ELENA y LEONIDO
ELENA: Leonido, aquéste es el rey, bien le habemos engañado; gran gente tiene escondida, por este arroyo nos vamos. REY: Ven, Aurelio, por aquí. AURELIO: Lindamente la burlamos. LEONIDO: ¿Qué dicha habemos tenido! PEROL: Celia, toma allá los hatos, que hasta los montes revuelve la discordia en los casados.

FIN DEL ACTO SEGUNDO

La discordia en los casados, Jornada III  


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 26 Jun 2002