EL MÉDICO DE SU HONRA

Pedro Calderón de la Barca

Texto basado en varios textos tempranos del EL MÉDICO DE SU HONRA. El texto base de esta edición es el de la Segunda parte de la obras de Calderón publicada en Madrid en el año de 1637. Fue preparado por Vern Williamsen para un curso dictado en el año 1984.



Personas que hablan en ella:

ACTO PRIMERO



Suena ruido de caja, y sale cayendo el infante don ENRIQUE, don ARIAS y don DIEGO, y algo detrás el REY don Pedro, todos de camino
ENRIQUE: ¡Jesús mil veces! ARIAS: ¡El cielo te valga! REY: ¿Qué fue? ARIAS: Cayó el caballo, y arrojó desde él al infante al suelo. REY: Si las torres de Sevilla saluda de esa manera, ¡nunca a Sevilla viniera, nunca dejara a Castilla! ¿Enrique! ¡Hermano! DIEGO: ¡Señor! REY: ¿No vuelve? ARIAS: A un tiempo ha perdido pulso, color y sentido. ¡Qué desdicha! DIEGO: ¡Qué dolor! REY: Llegad a esa quinta bella, que está del camino al paso, don Arias, a ver si acaso recogido un poco en ella, cobra salud el infante. Todos os quedad aquí, y dadme un caballo a mí, que he de pasar adelante; que aunque este horror y mancilla mi rémora pudo ser, no me quiero detener hasta llegar a Sevilla. Allá llegará la nueva del suceso.
Vase el REY
ARIAS: Esta ocasión de su fiera condición ha sido bastante prueba. ¿Quién a un hermano dejara, tropezando de esta suerte en los brazos de la muerte? ¡Vive Dios! DIEGO: Calla, y repara en que, si oyen las paredes, los troncos, don Arias, ven, y nada nos está bien. ARIAS: Tú, don Diego, llegar puedes a esa quinta; y di que aquí el infante mi señor cayó. Pero no; mejor será que los dos así le llevemos donde pueda descansar. DIEGO: Has dicho bien. ARIAS: Viva Enrique, y otro bien la suerte no me conceda.
Llevan al infante, y sale doña MENCÍA y JACINTA, esclava herrada
MENCÍA: Desde la torre los vi, y aunque quien son no podré distinguir, Jacinta, sé que una gran desdicha allí ha sucedido. Venía un bizarro caballero en un bruto tan ligero, que en el viento parecía un pájaro que volaba; y es razón que lo presumas, porque un penacho de plumas matices al aire daba. El campo y el sol en ellas compitieron resplandores; que el campo le dio sus flores, y el sol le dio sus estrellas; porque cambiaban de modo, y de modo relucían, que en todo al sol parecían, y a la primavera en todo. Corrió, pues, y tropezó el caballo, de manera que lo que ave entonces era, cuando en la tierra cayó fue rosa; y así en rigor imitó su lucimiento en sol, cielo, tierra y viento, ave, bruto, estrella y flor. JACINTA: ¡Ay señora! En casa ha entrado... MENCÍA: ¿Quién? JACINTA: ...un confuso tropel de gente. MENCÍA: ¿Mas que con él a nuestra quinta han llegado?
Salen don ARIAS y don DIEGO, y sacan al infante don ENRIQUE, y siéntanle en una silla
DIEGO: En las casas de los nobles tiene tan divino imperio la sangre del rey, que ha dado en la vuestra atrevimiento para entrar de esta manera. MENCÍA: (¿Qué es esto que miro? ¡Ay cielos!) Aparte DIEGO: El infante don Enrique, hermano del rey don Pedro, a vuestras puertas cayó. y llega aquí medio muerto. MENCÍA: ¡Válgame Dios, qué desdicha! ARIAS: Decidnos a qué aposento podrá retirarse, en tanto que vuelva al primero aliento su vida. ¿Pero qué miro? ¡Señora! MENCÍA: ¡Don Arias! ARIAS: Creo que es sueño fingido cuanto estoy escuchando y viendo. Que el infante don Enrique, más amante que primero, vuelva a Sevilla, y te halle con tan infeliz encuentro, ¿puede ser verdad? MENCÍA: Sí es; ¡y ojalá que fuera sueño! ARIAS: Pues, ¿qué haces aquí? MENCÍA: De espacio lo sabrás; que ahora no es tiempo sino sólo de acudir a la vida de tu dueño. ARIAS: ¿Quién le dijera que así llegara a verte? MENCÍA: Silencio, que importa mucho, don Arias. ARIAS: ¿Por qué? MENCÍA: Va mi honor en ello. Entrad en ese retiro, donde está un catre cubierto de un cuero turco y de flores; y en él, aunque humilde lecho, podrá descansar. Jacinta, saca tú ropa al momento, aguas y olores que sean dignos de tan alto empleo.
Vase JACINTA
ARIAS: Los dos, mientras se adereza, aquí al infante dejemos, y a su remedio acudamos, si hay en desdichas remedio.
Vanse don ARIAS y don DIEGO
MENCÍA: Ya se fueron, ya he quedado sola. ¡Oh quién pudiera, ah cielos, con licencia de su honor hacer aquí sentimientos! ¡Oh quién pudiera dar voces, y romper con el silencio cárceles de nieve, donde está aprisionado el fuego, que ya, resuelto en cenizas, es ruina que está diciendo: "Aquí fue amor"! Mas ¿qué digo? ¿Qué es esto, cielos, qué es esto? Yo soy quien soy. Vuelva el aire los repetidos acentos que llevó; porque aun perdidos, no es bien que publiquen ellos lo que yo debo callar, porque ya, con más acuerdo, ni para sentir soy mía; y solamente me huelgo de tener hoy que sentir, por tener en mis deseos que vencer; pues no hay virtud sin experiencia. Perfeto está el oro en el crisol, el imán en el acero, el diamante en el diamante, los metales en el fuego; y así mi honor en sí mismo se acrisola, cuando llego a vencerme, pues no fuera sin experiencias perfecto. ¡Piedad, divinos cielos! ¡Viva callando, pues callando muero! ¡Enrique! ¡Señor! ENRIQUE: ¿Quién llama? MENCÍA: ¡Albricias... ENRIQUE: ¡Válgame el cielo! MENCÍA: ...que vive tu alteza! ENRIQUE: ¿Dónde estoy? MENCÍA: En parte, a lo menos donde de vuestra salud hay quien se huelgue. ENRIQUE: Lo creo, si esta dicha, por ser mía, no se deshace en el viento, pues consultando conmigo estoy, si despierto sueño, o si dormido discurro, pues a un tiempo duermo y velo. Pero ¿para qué averiguo, poniendo a mayores riesgos la verdad? Nunca despierte si es verdad que agora duermo; y nunca duerma en mi vida si es verdad que estoy despierto. MENCÍA: Vuestra alteza, gran señor, trate prevenido y cuerdo de su salud, cuya vida dilate siglos eternos, fénix de su misma fama, imitando al que en el fuego ave, llama, ascua y gusano, urna, pira, voz y incendio, nace, vive, dura y muere, hijo y padre de sí mesmo; que después sabrá de mí dónde está. ENRIQUE: No lo deseo; que si estoy vivo y te miro, ya mayor dicha no espero; ni mayor dicha tampoco, si te miro estando muerto; pues es fuerza que sea gloria donde vive ángel tan bello. Y así no quiero saber qué acasos ni qué sucesos aquí mi vida guiaron, ni aquí la tuya trajeron; pues con saber que estoy donde estás tú, vivo contento; y así, ni tú que decirme, ni yo que escucharte tengo. MENCÍA: (Presto de tantos favores Aparte será desengaño el tiempo). Dígame ahora, ¿cómo está vuestra alteza? ENRIQUE: Estoy tan bueno, que nunca estuvo mejor; sólo en esta pierna siento un dolor. MENCÍA: Fue gran caída; pero en descansando, pienso que cobraréis la salud; y ya os están previniendo cama donde descanséis. Que me perdonéis, os ruego, la humildad de la posada; aunque disculpada quedo... ENRIQUE: Muy como señora habláis, Mencía. ¿Sois vos el dueño de esta casa? MENCÍA: No, señor; pero de quien lo es, sospecho que lo soy. ENRIQUE: Y ¿quién lo es? MENCÍA: Un ilustre caballero, Gutierre Alfonso Solís, mi esposo y esclavo vuestro. ENRIQUE: ¡Vuestro esposo!
Levántase don ENRIQUE
MENCÍA: Sí, señor. No os levantéis, deteneos; ved que no podéis estar en pie. ENRIQUE: Sí puedo, sí puedo.
Sale don ARIAS
ARIAS: Dame, gran señor, las plantas, que mil veces todo y beso, agradecido a la dicha que en tu salud nos ha vuelto la vida a todos.
Sale don DIEGO
DIEGO: Ya puede vuestra alteza a ese aposento retirarse, donde está prevenido todo aquello que pudo en la fantasía bosquejar el pensamiento. ENRIQUE: Don Arias, dame un caballo; dame un caballo, don Diego. Salgamos presto de aquí. ARIAS: ¿Qué decís? ENRIQUE: Que me deis presto un caballo. DIEGO: Pues, señor... ARIAS: Mira... ENRIQUE: Estáse Troya ardiendo, y Eneas de mis sentidos, he de librarlos del fuego.
Vase don DIEGO
¡Ay, don Arias, la caída no fue acaso, sino agüero de mi muerte! Y con razón, pues fue divino decreto que viniese a morir yo, con tan justo sentimiento, donde tú estabas casada, porque nos diesen a un tiempo pésames y parabienes de tu boda y de mi entierro. De verse el bruto a tu sombra, pensé que, altivo y soberbio, engendró con osadía bizarros atrevimientos, cuando presumiendo de ave, con relinchos cuerpo a cuerpo desafïaba los rayos, después que venció los vientos; y no fue sino que al ver tu casa, montes de celos se le pusieron delante, porque tropezase en ellos; que aun un bruto se desboca con celos; y no hay tan diestro jinete, que allí no pierda los estribos al correrlos. Milagro de tu hermosura presumí el feliz suceso de mi vida, pero ya, más desengañado, pienso que no fue sino venganza de mi muerte; pues es cierto que muero, y que no hay milagros que se examinen muriendo. MENCÍA: Quien oyere a vuestra alteza quejas, agravios, desprecios, podrá formar de mi honor presunciones y concetos indignos de él; y yo agora, por si acaso llevó el viento cabal alguna razón, sin que en partidos acentos la troncase, responder a tantos agravios quiero, porque donde fueron quejas, vayan con el mismo aliento desengaños. Vuestra alteza, liberal de sus deseos, generoso de sus gustos, pródigo de sus afectos, puso los ojos en mí; es verdad, yo lo confieso. Bien sabe, de tantos años de experiencias, el respeto con que constante mi honor fue una montaña de hielo, conquistada de las flores, escuadrones que arma el tiempo. Si me casé, ¿de qué engaño se queja, siendo sujeto imposible a sus pasiones, reservado a sus intentos, pues soy para dama más, lo que para esposa menos? Y así, en esta parte ya disculpara, en la que tengo de mujer, a vuestros pies humilde, señor, os ruego no os ausentéis de esta casa, poniendo a tan claro riesgo la salud. ENRIQUE: ¡Cuánto mayor en esta casa le tengo! GUTIERRE: Déme los pies vuestra alteza, si puedo de tanto sol tocar, ¡oh rayo español!, la majestad y grandeza. Con alegría y tristeza hoy a vuestras plantas llego, y mi aliento, lince y ciego, entre asombros y desmayos, es águila a tantos rayos, mariposa a tanto fuego; tristeza de la caída que puso con triste efeto a Castilla en tanto aprieto; y alegría de la vida que vuelve restituída a su pompa, a su belleza, cuando en gusto vuestra alteza trueca ya la pena mía. ¿Quién vio triste la alegría? ¿Quién vio alegre la tristeza? Y honrad por tan breve espacio esta esfera, aunque pequeña; porque el sol no se desdeña, después que ilustró un palacio, de iluminar el topacio de algún pajizo arrebol. Y pues sois rayo español, descansad aquí; que es ley hacer el palacio el rey también, si hace esfera el sol. ENRIQUE: El gusto y pesar estimo del modo que le sentís, Gutierre Alfonso Solís; y así en el alma le imprimo, donde a tenerle me animo guardado. GUTIERRE: Sabe tu alteza honrar. ENRIQUE: Y aunque la grandeza de esta casa fuera aquí grande esfera para mí, pues lo que de otra belleza, no me puedo detener; que pienso que esta caída ha de costarme la vida; y no sólo por caer, sino también por hacer que no pasase adelante mi intento; y es importante irme; que hasta un desengaño cada minuto es un año, es un siglo cada instante. GUTIERRE: Señor, ¿vuestra alteza tiene causa tal, que su inquietud aventure la salud de una vida que previene tantos aplausos? ENRIQUE: Conviene llegar a Sevilla hoy. GUTIERRE: Necio en apurar estoy vuestro intento; pero creo que mi lealtad y deseo... ENRIQUE: Y si yo la causa os doy, ¿qué diréis? GUTIERRE: Yo no os la pido; que a vos, señor, no es bien hecho examinaros el pecho. ENRIQUE: Pues escuchad: yo he tenido un amigo tal, que ha sido otro yo. GUTIERRE: Dichoso fue. ENRIQUE: A éste en mi ausencia fïé el alma, la vida, el gusto en una mujer. ¿Fue justo que, atropellando la fe que debió al respeto mío, faltase en ausencia? GUTIERRE: No. ENRIQUE: Pues a otro dueño le dio llaves de aquel albedrío; al pecho que yo le fío, introdujo otro señor; otro goza su favor. ¿Podrá un hombre enamorado sosegar con tal cuidado, descansar con tal dolor? GUTIERRE: No, señor. ENRIQUE: Cuando los cielos tanto me fatigan hoy, que en cualquier parte que estoy, estoy mirando mis celos, tan presentes mis desvelos están delante de mí, que aquí los miro, y así de aquí ausentarme deseo; que aunque van conmigo, creo que se han de quedar aquí. MENCÍA: Dicen que el primer consejo ha de ser de la mujer; y así, señor, quiero ser --perdonad si os aconsejo-- quien os dé consuelo. Dejo aparte celos, y digo que aguardéis a vuestro amigo, hasta ver si se disculpa; que hay calidades de culpa que no merecen castigo. No os despeñe vuestro brío; mirad, aunque estéis celoso, que ninguno es poderoso en el ajeno albedrío. Cuanto al amigo, confío que os he respondido ya; cuanto a la dama, quizá fuerza, y no mudanza fue; oídla vos, que yo sé que ella se disculpará. ENRIQUE: No es posible.
Sale don DIEGO
DIEGO: Ya está allí el caballo apercibido. GUTIERRE: Si es del que hoy habéis caído, no subáis en él, y aquí recibid, señor, de mí, una pía hermosa y bella, a quien una palma sella, signo que vuestra la hace; que también un bruto nace con mala o con buena estrella. Es este prodigio, pues, proporcionado y bien hecho, dilatado de anca y pecho; de cabeza y cuello es corto, de brazos y pies fuerte, a uno y otro elemento les da en sí lugar y asiento, siendo el bruto de la palma tierra el cuerpo, fuego el alma, mar la espuma, y todo viento. ENRIQUE: El alma aquí no podría distinguir lo que procura, la pía de la pintura, o por mejor bizarría, la pintura de la pía. COQUÍN: Aquí entro yo. A mí me dé vuestra alteza mano o pie, lo que está --que esto es más llano--, o más a pie, o más a mano. GUTIERRE: Aparte, necio. ENRIQUE: ¿Por qué? Dejalde, su humor le abona. COQUÍN: En hablando de la pía, entra la persona mía, que es su segunda persona. ENRIQUE: Pues ¿quién sois? COQUÍN: ¿No lo pregona mi estilo? Yo soy, en fin, Coquín, hijo de Coquín, de aquesta casa escudero, de la pía despensero, pues le siso al celemín la mitad de la comida; y en efeto, señor, hoy, por ser vuestro día, os doy norabuena muy cumplida. ENRIQUE: ¿Mi día? COQUÍN: Es cosa sabida. ENRIQUE: Su día llama uno aquél que es a sus gustos fïel, y lo fue a la pena mía; ¿cómo pudo ser mi día? COQUÍN: Cayendo, señor, en él; y para que se publique en cuantos lunarios hay, desde hoy diré: "A tanto cay San Infante don Enrique." GUTIERRE: Tu alteza, señor, aplique la espuela al ijar; que el día ya en la tumba helada y fría, huésped del undoso dios, hace noche. ENRIQUE: Guárdeos Dios, hermosísima Mencía; y porque veáis que estimo el consejo, buscaré a esta dama, y de ella oiré la disculpa. (Mal reprimo Aparte el dolor, cuando me animo a no decir lo que callo. Lo que en este lance hallo, ganar y perder se llama; pues él me ganó la dama, y yo le gané el caballo).
Vanse el infante don ENRIQUE, don ARIAS, don DIEGO y COQUÍN
GUTIERRE: Bellísimo dueño mío, ya que vive tan unida a dos almas una vida, dos vidas a un albedrío, de tu amor e ingenio fío hoy, que licencia me des para ir a besar los pies al rey mi señor, que viene de Castilla; y le conviene a quien caballero es irle a dar la bienvenida. Y fuera de esto, ir sirviendo al infante Enrique, entiendo que es acción justa y debida, ya que debí a su caída el honor que hoy ha ganado nuestra casa. MENCÍA: ¿Qué cuidado más te lleva a darme enojos? GUTIERRE: No otra cosa, ¡por tus ojos! MENCÍA: ¿Quién duda que haya causado algún deseo Leonor? GUTIERRE: ¿Eso dices? No la nombres. MENCÍA: ¡Oh qué tales sois los hombres! Hoy olvido, ayer amor; ayer gusto, y hoy rigor. GUTIERRE: Ayer, como al sol no veía, hermosa me parecía la luna; mas hoy, que adoro al sol, ni dudo ni ignoro lo que hay de la noche al día. Y escúchame un argumento. Una llama en noche oscura arde hermosa, luce pura, cuyos rayos, cuyo aliento dulce ilumina del viento la esfera. Sale el farol del cielo, y a su arrebol toda a sombra se reduce; ni arde, ni alumbra, ni luce, que es mar de rayos el sol. Aplico agora; yo amaba una luz, cuyo esplendor bebió planeta mayor, que sus rayos sepultaba, una llama me alumbraba; pero era una llama aquélla, que eclipsas divina y bella siendo de luces crisol; porque hasta que sale el sol, parece hermosa una estrella. MENCÍA: ¡Qué lisonjero os escucho!, muy parabólico estáis. GUTIERRE: En fin, ¿licencia me dais? MENCÍA: Pienso que la deseáis mucho; por eso cobarde lucho conmigo. GUTIERRE: ¿Puede en los dos haber engaño, si en vos quedo yo, y vos vais en mí? MENCÍA: Pues, como os quedáis aquí, adiós, don Gutierre. GUTIERRE: Adiós.
Vase don GUTIERRE. Sale JACINTA
JACINTA: Triste, señora, has quedado. MENCÍA: Sí, Jacinta, y con razón. JACINTA: No sé qué nueva ocasión te ha suspendido y turbado; que una inquietud, un cuidado te ha divertido. MENCÍA: Es así. JACINTA: Bien puedes fïar de mí. MENCÍA: ¿Quieres ver si de ti fío mi vida, y el honor mío: Pues escucha atenta. JACINTA: Di. MENCÍA: Nací en Sevilla, y en ella me vio Enrique, festejó mis desdenes, celebró mi nombre, ¡felice estrella! Fuése, y mi padre atropella la libertad que hubo en mí. La mano a Gutierre di, volvió Enrique, y en rigor, tuve amor, y tengo honor. Esto es cuanto sé de mí.
Vanse y sale doña LEONOR e INÉS, con mantos
INÉS: Ya sale para entrar en la capilla. Aquí le espera, y a sus pies te humilla. LEONOR: Lograré mi esperanza, si recibe mi agravio la venganza.
Salen el REY, un VIEJO, y SOLDADOS
SOLDADO 1:¡Plaza! SOLDADO 2: Tu majestad aquéste lea. REY: Yo le haré ver. SOLDADO 3: Tu alteza, señor, vea éste. REY: Está bien. SOLDADO 1: (Pocas palabras gasta). Aparte SOLDADO 2:Yo soy... REY: El memorial aqueste basta. SOLDADO 1:Turbado estoy; mal el temor resisto. REY: ¿De qué os turbáis? SOLDADO 1: ¿No basta haberos visto? REY: Sí basta. ¿Qué pedís? SOLDADO 1: Yo soy soldado; una ventaja. REY: Poco habéis pedido, para haberos turbado. Una jineta os doy. SOLDADO 1: Felice he sido. VIEJO: Un pobre viejo soy; limosna os pido. REY: Tomad este diamante. VIEJO: ¿Para mí os le quitáis? REY: Yo no os espante; que, para darle de una vez, quisiera sólo un diamante todo el mundo fuera. LEONOR: Señor, a vuestras plantas mis pies turbados llegan; de parte de mi honor vengo a pediros con voces que se anegan en suspiros, con suspiros que en lágrimas se anegan, justicia. Para vos y Dios apelo. REY: Sosegaos, señora, alzad del suelo. LEONOR: Yo soy... REY: No prosigáis de esa manera. Salíos todos afuera.
Vanse todos
Hablad agora, porque si venisteis de parte del honor, como dijisteis indigna cosa fuera que en público el honor sus quejas diera, y que a tan bella cara vergüenza la justicia lo costara. LEONOR: Pedro, a quien llama el mundo justiciero, planeta soberano de Castilla, a cuya luz se alumbra este hemisferio; Júpiter español, cuya cuchilla rayos esgrime de templado acero, cuando blandida al aire alumbra y brilla; sangriento giro, que entre nubes de oro, corta los cuellos de uno y otro moro; yo soy Leonor, a quien Andalucía llama --lisonja fue--, Leonor la bella; no porque fuese la hermosura mía quien el nombre adquirió, sino la estrella; que quien decía bella, ya decía infelice, que el hombre incluye y sella, a la sombra no más de la hermosura, poca dicha, señor, poca ventura. Puso los ojos, para darme enojos, un caballero en mí, que ¡ojalá fuera basilisco de amor a mis despojos, áspid de celos a mi primavera! Luego el deseo sucedió a los ojos, el amor al deseo, y de manera mi calle festejó, que en ella veía morir la noche, y espirar el día. ¿Con qué razones, gran señor, herida la voz, diré que a tanto amor postrada, aunque el desdén me publicó ofendida, la voluntad me confesó obligada? De obligada pasé a agradecida, luego de agradecida a apasionada; que en la universidad de enamorados, dignidades de amor se dan por grados. Poca centella incita mucho fuego, poco viento movió mucha tormenta, poca nube al principio arroja luego mucho diluvio, poca luz alienta mucho rayo después, poco amor ciego descubre mucho engaño; y así intenta, siendo centella, viento, nube, ensayo, ser tormenta, diluvio, incendio y rayo. Dióme palabra que sería mi esposo; que éste de las mujeres es el cebo con que engaña el honor el cauteloso pescador, cuya pasta es el Erebo que aduerme los sentidos temeroso. El labio aquí fallece, y no me atrevo a decir que mintió. No es maravilla. ¿Qué palabra se dio para cumplilla? Con esta libertad entró en mi casa, si bien siempre el honor fue reservado; porque yo, liberal de amor, y escasa de honor, me atuve siempre a este sagrado. Mas la publicidad a tanto pasa, y tanto esta opinión se ha dilatado, que en secreto quisiera más perdella, que con público escándalo tenella. Pedí justicia, pero soy muy pobre; quejéme de él, pero es muy poderoso; y ya que es imposible que yo cobre, pues se casó, mi honor, Pedro famoso, si sobre tu piedad divina, sobre tu justicia, me admites generoso, que me sustente en un convento pido; Gutierre Alfonso de Solís ha sido. REY: Señora, vuestros enojos siento con razón, por ser un Atlante en quien descansa todo el peso de la ley. Si Gutierre está casado, no podrá satisfacer, como decís, por entero vuestro honor; pero yo haré justicia como convenga en esta parte; si bien no os debe restituír honor, que vos os tenéis. Oigamos a la otra parte disculpas suyas; que es bien guardar el segundo oído para quien llega después; y fïad, Leonor, de mí, que vuestra causa veré de suerte que no os obligue a que digáis otra vez que sois pobre, él poderoso, siendo yo en Castilla rey. Mas Gutierre viene allí; podrá, si conmigo os ve, conocer que me informasteis primero. Aquese cancel os encubra, aquí aguardad, hasta que salgáis después. LEONOR: En todo he de obedeceros.
Escóndese, y sale COQUÍN
COQUÍN: De sala en sala, pardiez, a la sombra de mi amo, que allí se quedó, llegué hasta aquí, ¡válgame Alá! ¡Vive Dios, que está aquí el rey! Él me ha visto, y se mesura. ¡Plegue al cielo que no esté muy alto aqueste balcón, por si me arroja por él! REY: ¿Quién sois? COQUÍN: ¿Yo, señor? REY: Vos. COQUÍN: Yo, ¡válgame el cielo!, soy quien vuestra majestad quisiere, sin quitar y sin poner, porque un hombre muy discreto me dio por consejo ayer, no fuese quien en mi vida vos no quisieseis; y fue de manera la lición, que antes, agora y después quien vos quisiéredes sólo fui, quien gustaréis seré, quien os place soy; y en esto, mirad con quién y sin quién... y así, con vuestra licencia, por donde vine me iré hoy, con mis pies de compás, si no con compás de pies. REY: Aunque me habéis respondido cuanto pudiera saber, quién sois os he preguntado. COQUÍN: Y yo os hubiera también al tenor de la pregunta respondido, a no temer que en diciéndoos quién soy, luego por un balcón me arrojéis, por haberme entrado aquí tan sin qué ni para qué, teniendo un oficio yo que vos no habéis menester. REY; ¿Qué oficio tenéis? COQUÍN: Yo soy cierto correo de a pie, portador de todas nuevas, hurón de todo interés, sin que se me haya escapado señor, profeso o novel; y del que me ha dado más, digo mal, mas digo bien. Todas las cosas son mías; y aunque lo son, esta vez la de don Gutierre Alfonso es mi accesorio, en quien fue mi pasto meridiano, un andaluz cordobés. Soy cofrade del contento; el pesar no sé quién es, ni aun para servirle. En fin, soy, aquí donde me veis, mayordomo de la risa, gentilhombre del placer y camarero del gusto, pues que me visto con él. Y por ser esto, he temido el darme aquí a conocer; porque un rey que no se ríe, temo que me libre cien esportillas batanadas, con pespuntes al envés, por vagamundo. REY: En fin, ¿sois hombre, que a cargo tenéis la risa? COQUÍN: Sí, mi señor; y porque lo echéis de ver, esto es jugar de gracioso en palacio.
Cúbrese
REY: Está muy bien; y pues sé quién sois, hagamos los dos un concierto. COQUÍN: ¿Y es? REY: ¿Hacer reír profesáis? COQUÍN: Es verdad. REY: Pues cada vez que me hiciéredes reír, cien escudos os daré; y si no me hubieres hecho reír en término de un mes, os han de sacar los dientes. COQUÍN: Testigo falso me hacéis, y es ilícito contrato de inorme lesión. REY: ¿Por qué? COQUÍN: Porque quedaré lisiado si le aceto, ¿no se ve? Dicen, cuando uno se ríe que enseña los dientes; pues enseñarlos yo llorando, será reírme al revés. Dicen que sois tan severo, que a todos dientes hacéis; ¿qué os hice yo, que a mí solo deshacérmelos queréis? Pero vengo en el partido; que porque ahora me dejéis ir libre, no le rehúso, pues por lo menos un mes me hallo aquí como en la calle de vida; y al cabo de él no es mucho que tome postas en mi boca la vejez; y así voy a examinarme de cosquillas. ¡Voto a diez, que os habéis de reír! Adiós, y veámonos después.
Vase COQUÍN y salen don ENRIQUE, don GUTIERRE, don DIEGO y don ARIAS, y toda la compañía
ENRIQUE: Déme vuestra majestad la mano. REY: Vengáis con bien, Enrique. ¿Cómo os sentís? ENRIQUE: Más, señor, el susto fue que el golpe. Estoy bueno. GUTIERRE: A mí vuestra majestad me de la mano, si mi humildad merece tan alto bien, porque el suelo que pisáis es soberano dosel que ilumina de los vientos uno y otro rosicler; y vengáis con la salud que este reino ha menester, para que os adore España, coronado de laurel. REY: De vos, don Gutierre Alfonso... GUTIERRE: ¿Las espaldas me volvéis? REY: ...grande querellas me dan. GUTIERRE: Injustas deben de ser. REY; ¿Quién es, decidme, Leonor, una principal mujer de Sevilla? GUTIERRE: Una señora, bella, ilustre y noble es, de lo mejor de esta tierra. REY: ¿Qué obligación la tenéis, a que habéis correspondido necio, ingrato y descortés? GUTIERRE: No os he de mentir en nada, que el hombre, señor, de bien no sabe mentir jamás, y más delante del rey. Servíla, y mi intento entonces casarme con ella fue, si no mudara las cosas de los tiempos el vaivén. Visitéla, entré en su casa públicamente; si bien no le debo a su opinión de una mano el interés. Viéndome desobligado, pude mudarme después; y así, libre de este amor, en Sevilla me casé con doña Mencía de Acuña, dama principal, con quien vivo, fuera de Sevilla, una casa de placer. Leonor, mal aconsejada --que no la aconseja bien quien destruye su opinión--, pleitos intentó poner a mi desposorio, donde el más riguroso juez no halló causa contra mí, aunque ella dice que fue diligencia del favor. ¡Mirad vos a qué mujer hermosa favor faltara, si le hubiera menester! Con este engaño pretende, puesto que vos lo sabéis, valerse de vos; y así, yo me pongo a vuestros pies, donde a la justicia vuestra dará la espada mi fe, y mi lealtad la cabeza. REY: ¿Qué causa tuvisteis, pues, para tan grande mudanza? GUTIERRE: ¿Novedad tan grande es mudarse un hombre? ¿No es cosa que cada día se ve? REY: Sí; pero de extremo a extremo pasar el que quiso bien, no fue sin grande ocasión. GUTIERRE: Suplícoos no me apretéis; que soy hombre que, en ausencia de las mujeres, daré la vida por no decir cosa indigna de su ser. REY: ¿Luego vos causa tuvisteis? GUTIERRE: Sí, señor; pero creed que si para mi descargo hoy hubiera menester decirlo, cuando importara vida y alma, amante fiel de su honor, no lo dijera. REY: Pues yo lo quiero saber. GUTIERRE: Señor... REY: Es curiosidad. GUTIERRE: Mirad... REY: No me repliquéis; que me enojaré, por vida... GUTIERRE: Señor, señor, no juréis; que menos importa mucho que yo deje aquí de ser quien soy, que veros airado. REY: (Que dijese le apuré Aparte el suceso en alta voz, porque pueda responder Leonor, si aquéste me engaña; y si habla verdad, porque, convencida con su culpa, sepa Leonor que lo sé). Decid, pues. GUTIERRE: A mi pesar lo digo; una noche entré en su casa, sentí ruido en una cuadra, llegué, y al mismo tiempo que ya fui a entrar, pude el bulto ver de un hombre, que se arrojó del balcón; bajé tras él, y sin conocerle, al fin pudo escaparse por pies. ARIAS: (¡Válgame el cielo! ¿Qué es esto Aparte que miro?) GUTIERRE: Y aunque escuché satisfacciones, y nunca di a mi agravio entera fe, fue bastante esta aprensión a no casarme; porque si amor y honor son pasiones del ánimo, a mi entender, quien hizo al amor ofensa, se le hace al honor en él; porque el agravio del gusto al alma toca también.
Sale doña LEONOR
LEONOR: Vuestra majestad perdone; que no puedo detener el golpe a tantas desdichas que han llegado de tropel... REY: (¡Vive Dios, que me engañaba! Aparte La prueba sucedió bien). LEONOR: ...y oyendo contra mi honor presunciones, fuera ley injusta que yo, cobarde, dejara de responder; que menos perder importa la vida, cuando me dé este atrevimiento muerte, que vida y honor perder. Don Arias entró en mi casa... ARIAS: Señora, espera, detén la voz, vuestra majestad, licencia, señor me dé, porque el honor de esta dama me toca a mí defender. Esa noche estaba en casa de Leonor una mujer con quien me hubiera casado, si de la parca el crüel golpe no cortara fiera su vida. Yo, amante fiel de su hermosura, seguí sus pasos, y en casa entré de Leonor --atrevimiento de enamorado-- sin ser parte a estorbarlo Leonor. Llegó don Gutierre, pues; temerosa, Leonor dijo que me retirase a aquel aposento; yo lo hice. ¡Mil veces mal haya, amén, quien de una mujer se rinde a admitir el parecer! Sintióme, entró, y a la voz de marido, me arrojé por el balcón; y si entonces volví el rostro a su poder porque era marido, hoy, que dice que no lo es, vuelvo a ponerme delante. Vuestra majestad me dé campo en que defienda altivo que no he faltado a quien es Leonor, pues a un caballero se le concede la ley. GUTIERRE; Yo saldré donde...
Empuñan
REY: ¿Qué es esto? ¿Cómo las manos tenéis en las espadas delante de mí? ¿No tembláis de ver mi semblante: Donde estoy, ¿hay soberbia ni altivez? Presos los llevad al punto; en dos torres los tened; y agradeced que no os pongo las cabezas a los pies.
Vase el REY
ARIAS: Si perdió Leonor por mí su opinión, por mí también la tendrá; que esto se debe al honor de una mujer.
Vase don ARIAS
GUTIERRE: (No siento en desdicha tal Aparte ver riguroso y crüel al rey; sólo siento que hoy Mencía, no te he de ver).
Vase don GUTIERRE
ENRIQUE: (Con ocasión de la caza, preso Gutierre, podré ver esta tarde a Mencía). Don Diego, conmigo ven; que tengo de porfïar hasta morir o vencer.
Vanse don ENRIQUE, don DIEGO, y acompañamiento
LEONOR: ¡Muerta quedo! ¡Plegue a Dios, ingrato, aleve y crüel, falso, engañador, fingido, sin fe, sin Dios y sin ley, que como inocente pierdo mi honor, venganza me dé el cielo! ¡El mismo dolor sientas que siento, y a ver llegues, bañado en tu sangre, deshonras tuyas, porque mueras con las mismas armas que matas, amén, amén! ¡Ay de mí!, mi honor perdí. ¡Ay de mí!, mi muerte hallé.
Vase

FIN DEL PRIMER ACTO

El médico de su honra, Jornada II


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

Volver a la lista de textos

Association for Hispanic Classical Theater, Inc.


Actualización más reciente: 27 Dec 2002